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Sobre la instrucción punitiva

Sobre la instrucción punitiva
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Carlos Álvarez

En boca de más de una persona se encuentra deliciosa e indecentemente guardada la idea que el más decente de nuestros porvenires depende de no seguir golpeando a nuestros niños; la opinión es venerable por dejar en claro cuánto de la piedad necesitamos, y odiosa cuando apreciamos cuanto de la piedad no entendemos; esta curiosidad educacional es bastante racional por mostrarnos cuan necesario es y ha sido que la instrucción no sea del todo racional; golpear alguien inferior a nosotros es tan lamentable como tener que compartir los sagrados alimentos con los usureros. Cierto es que ninguna pasión trastorna más la rectitud que las derivadas de la ira; a mí me parece más cuestionable el modo que obsesión por la virtud y una discreción desmedida han sido las dueñas de las más duras penitencias y de los errores más irreparables.
No tengo la erudición, ni el tiempo requerido, ni el gusto necesario, para demostrar mi idea con nobles y antiguos ejemplos, salvo la experiencia propia y la de allegados. La instrucción nunca sido motivada por el desinterés; no soy partidario de la idea que tengamos que educar a los ancianos para volver un lugar benévolo para los niños; en cualquier caso consideraría mucho más saludable desaparecer a los ancianos para permitir que las infancias sean educadas por ellas mismas del modo que más les convenga.
Debería resultar sorprendente para más de una persona que una era motivada por la sofisticación y el progreso, no pueda admitir que la tolerancia requiere de suficiente olvido y negligencia de la que ninguna practica convencional estaría dispuesta soportar en más de una ocasión. Si estamos dispuestos a fabricar el ser más perfecto del que ningún tiempo haya tenido consciencia, tendríamos que estar dispuestos a que ninguna máxima de los antiguos ha sido del todo justo, o del todo racional, para elaborar un ser, si no perfecto, cuando menos decente; tendríamos que lidiar con el hecho de afrontar que la sabiduría actual es desmedidamente caótica para confiar en ella; tendríamos incluso que tolerar el hecho bastante grave de que ninguno de nuestros progresos es suficientemente racional para ser tolerable, y que ninguna tolerancia se ha escapado de ser lo debidamente represiva como para ser racional de algún modo.
No creo que los tiempos actuales puedan concebir la idea misma idea que Montaigne sobre los castigos: que los aplicados de forma con más discreción que gravedad puede ser aceptados con mucho más provecho por quienes los sufren; que un acto punitivo pueda no estar motivado por la ira y la venganza es algo difícil de aceptar; muy pocas personas podrían precipitarse a llevar la contraria al hecho que la instrucción está compuesto por un ser superior que está constituido más por opiniones dudosa que por juicios falsos, y de un ser inferior que está motivado por nociones tan genuinas como accidentadas; en cualquier caso la educación consiste en manufacturar el ser menos indecente que podamos imaginar.
Un niño es algo mucho oscuro e intimidante de lo que cualquier pedagogía en busca de piedades inéditas pueda admitir; un adulto es mucho más inocente y tonto que cualquier ser existente; prueba de ello es que un número desgraciadamente enorme persigue una vida duradera para pensar qué hacer con ella, o ideas que puedan responder infinita y decentemente a propósitos que cambian en el transcurso del día y la noche. Que antes los padres y las madres no se cansaran de tener razones para señalar los desvíos de sus hijos, significa que se tenía una idea de la rectitud que defender; que la rectitud alcanzada no sea la más saludable y la más práctica para nuestras ambiciones ya es otro debate; que ahora los hijos tengan muchos más elementos para declarar que sus padres son unos tontos, no tiene nada de nuevo; los padres siempre han sido primeramente aborrecidos por las partes principales de sus nociones, y eventualmente respetados, y amados en última instancia. 

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