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Los animales que somos

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César Trujillo

Un marzo pandémico, mi amigo el poeta y músico Eduardo Robles Juárez me regaló la segunda reimpresión de su libro Todos los animales que soy, bajo el sello de la editorial Surdavoz, que dirige el poeta, editor y librero chiapaneco, Fabián Rivera. Tres años antes, Lalo me había acercado el mismo título en un diplomado en el que pudimos conocernos un poco más y en el que intercambiamos algunas lecturas y puntos de vista. Confieso que he leído ambas publicaciones y he constatado, con mis lecturas y experiencia, el crecimiento del poeta bajo el mismo libro y las mismas huellas.
Desde el título, que es una evocación a los bestiarios que han acompañado a grandes escritores desde la Grecia antigua hasta el horóscopo chino y el maya (mi tótem es la tortuga), Eduardo muestra una serie de figuras que podemos ser todos a la vez, o en la que cada uno se va acomodando acorde a su humor. Así, este bestiario personal y autobiográfico va tejiendo en cada imagen una urdimbre de versos que sirven al lector de espejo para encontrarse sobre el lomo, la piel, las garras o las alas de algunos de los animales que ahí aparecen.
Si en el siglo cuarto el Physiologus hablaba sobre bestias, aves y piedras para explicar el dogma cristiano, y se nutrió de animales indios, hebreos y egipcios, y bebió de los filósofos como Aristóteles y Plinio, en el siglo XXI Eduardo se alimenta de sus experiencias y vicisitudes, del dolor de saberse camuflado en la piel de su abuelo, de las lecturas, del miedo, la incertidumbre, la ira y las charlas con los amigos, pero sobre todo de la semilla que desde niño le sembraron en el corazón sus padres para que floreciera de uno u otro modo.

Si en el siglo XII el Bestiario de Aberdeen, edificado en reinos y tópicos: mamíferos, bestias, animales pequeños, aves, serpientes, insectos y plantas, recrea parte de la creación del hombre, en Todos los animales que soy, con dejos de ironía y cierta visión nietzscheana de la poesía, Eduardo evoca elementos ajenos, incluso, a la geografía de América latina.
El quebrantahuesos, por ejemplo, es un buitre que en la vida real surfea los aires europeos, asiáticos y africanos, y sobre todo que detesta ser molestado y muestra un carácter huraño cuando se guarda en las cuevas, pero que en el poema llega acompañado de otros quebrantahuesos a una fiesta, llega con gorritos y espantasuegras, llegan todos al “deslinde de máscaras”, a la colisión familiar, a la ruptura que se palpa con los vidrios deshechos de los portarretratos.
Si bien, en las crónicas y en los bestiarios antiguos se incorporaban las descripciones de animales modeladas por un sesgo interpretativo, en el caso del bestiario que asimiló Eduardo Robles la poesía sucede de otro modo. Aquí se nutre en los primeros 12 animales a través del verso libre. Se apega, pues, a las vanguardias de inicios de siglo XX; sin embargo, en el poema 13 (número sagrado para los mayas por las fases de la luna), el tigre (animal cuya pirámide se ubica en el Petén en Guatemala), impone un canto ancestral que extiende sus brazos como las propias rayas del nacimiento del animal que el poeta describe. Pienso, pues, que Eduardo bebe de la cosmogonía, lo arropa la piel del nahual y prepara al lector para el zarpazo. Cito:

“Miles y miles de aborígenes danzaron durante horas en un profundo trance y convocaron todos los fantasmas de su alma”.

La prosa, en sí, se mantiene con el poema “El buey” pero se rompe, como un anunció del nacimiento y de la vida, con la chicatana, la hormiga comestible, el Nucú que es el manjar nuestro y de los tiempos de las primeras aguas. Regresa, pues, el verso y evoca la lluvia: los 39 días imparables de tormenta, el anuncio de un destino menos gris que los 40 del diluvio y el nuevo surgimiento que es, en sí, un halo de esperanza. Así, el poeta juega con la prosa y el verso, juega como cuando invoca a Saturno, el dios de la agricultura romana, el dios con la boca abierta esperando atragantarse de carne y al que muchos, tiempo atrás, confundían con Cronos.
El último poema, “Chivo”, es un poema corto divido en cuatro partes, cuyo simbolismo es una carga semántica fuerte por lo que el concepto del chivo o la cabra tiene en el nahualismo, en la brujería, en su relación cosmogónica que le han atribuido al mal, a la estrella de cinco picos, y quizá por ello, pienso, vestirse con la piel del abuelo, ponerse de negro, ataviarse en el oscuro pasado inexplicable e imperturbable, culmina con la señal de la cruz. Aquí es la madre y la abuela como seres de divinidad las que intervienen, son los ejes maternos que sostienen y dan vida y armonía a la casa: Son estas energías femeninas persignándose y las encargadas de confrontar el presente para que nunca más repita lo que fue. Al fin y al cabo, como dijimos alguna vez con Lalo, cada persona carga su propio bestiario, los animales que somos.

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