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Sobre la estupidez del suicidio según Madame de Staël

Sobre la estupidez del suicidio según Madame de Staël
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Carlos Álvarez

Ninguna inconstancia en nuestras acciones es imperdonable o incorregible como para aceptar como un precepto honesto la idea de que algunas hostilidades están exentas de castigo cuando han servido a la destrucción de trastornos públicos; que muchas veces debamos emplear toda la fuerza que puede tener lugar en nuestra inteligencia para justificar los vicios de un hombre a costa de las virtudes de otro, nos puede ofrecer menos un esquema de la superioridad que el género humano posee sobre otras fuerzas naturales, que una delimitación de la inferioridad inevitable que existe entre un ser y otro; podríamos apreciar la templanza de Plutarco, la infinita bondad de Séneca, o el hermoso escepticismo de Montaigne, y recibiríamos muchas más nociones despreciables sobres los fines de la humanidad, y obtener al fin menos conclusiones esperanzadoras sobre el porvenir de la virtud.

Los estudiosos de la lógica pueden ofrecer el más enriquecedor de los estudios sobre el universo, pero difícilmente alguien acudirá a ellos como la primera opción para responder a pasiones e imaginaciones tomadas del seno de nuestra experiencia. La misma necesidad que el ser ha tenido por adorar algo más definido, y crear incontables dioses, parece estar involucrada en la necesidad de confiar ciegamente en incontables sistemas de pensamiento. Lo moral fue instituida para perfeccionar nuestras pasiones, y al mismo tiempo ha permitido la posibilidad de ultrajarnos de forma mucho más racionales y sofisticadas; por más grande que sea la practicidad de algún principio y por más simple queresulte la reproducción de acciones que abriguen un porvenir más estable para la humanidad, toda interpretación está sujeta a la ventaja que podamos sacar personalmente de algún accidente, abstracción, o generalización; en este mismo sentido tendríamos que situarnos en el deber de examinar cualquiera de las pasiones de los demás sin hallarnos con alguna ambición que pueda turbarnos.

Es sobre estas ideas que Madame de Staël considera que la infelicidad, que es la causa más apegada al suicido, está mucho más relacionada con la devoción que depositamos en las prácticas que nos puedan ofrecer algún premio a nuestras acciones o algún aplauso a nuestras ideas, y menos las irregularidades de los pensamientos. Collins dijo en el prólogo de su “Piedra Lunar” que su interés por apreciar el poder que los conceptos ejercen sobre las acciones, lo llevo a concluir que por el mismo motivo que la falta de rectitud en un hombre lo puede conducir a creer en deidades y principios inacabados, al ser más experimentado en miserias y desgracias le podrían turbar los ánimos y debilitar el cuerpo algún tipo de influencia irracional. Montaigne elogia en la Apologíapor Raimundo Sabunde aquella fe incapaz de admitir aquello que la razón crea, cuando no existe una razón más fuerte para rechazarlos sin que una parte de ellas se arraigue en nosotros. Browne dijo en su “Religio Medici” no poder admitir la existencia de átomos en la voz divina; declaró no sentirse insatisfecho con las irregularidades de la razón, no discutió que Eva proviniera del lado izquierdo de Adán, al mismo tiempo que se declaraba incapaz de distinguir si en la naturaleza hay lugar para la existencia de proporciones que nos ayuden a saber qué es el lado derecho del hombre.

Contrario a Collins, Staël consideró inútil evidenciar lo que fuera puramente material de los sentimientos, porque de ser influenciados por algo imposible de dilucidar como los preceptos, se descubriría que las causas de la miseria y su escala comparativa con lo que significa el sufrimiento humano, varía menos en circunstancias que individuos, y resultaría mucho más fácil contar las olas del océano que analizar las infinitas combinaciones del carácter y la influencia que producen en los destinos. 

Contrario a Montaigne, no consideró que un punto de vista superficial fuera precisamente el menos profundo en materia de la naturaleza humana; no consideró la calamidad como una consecuencia de la miseria corporal; consideró que cuando la fortuna sobrepasa nuestra la idea del poder que tengamos sobre la existencia es fácil ceder a las inclinaciones del orgullo y la petulancia, los cuales, a su parecer, arrastran la razón a las más desastrosas de las supersticiones. 

A diferencia de Browne no consintió que la desproporción de nuestra mente fuera motivo suficiente para considerar la desgracia y la vanidad como una compilación torpes y ridículas acciones. Concluyó lo siguiente en torno al bien que al que debemos aproximarnos mediante la razón para impedir que un mal definido se apodere de los objetos de nuestra existencia: que no debe perseguirse un bien que muchos anhelan, y con ello no se entiende que este errado un bien porque muchos le persigan, y al contrario entiéndese que todo lo bueno debe ser deseado por la mayoría, sino que es mucho más motivo de escarmiento que de inmediato rechazo aquello que conmocione el espíritu de muchos; esta misma razón no libra a los objetos que no provoquen el deseo de muchos queden sin escarmiento, y con el mismo sentido debe la razón aprehender que no puede ser repudiado un bien que sea obtenido con facilidad por muchos.

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