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Carta sobre los dones necesarios para aliviar las desgracias de nuestro estado actual

Carta sobre los dones necesarios para aliviar las desgracias de nuestro estado actual
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Galián el Viejo

Que dirigida a quien gobierne no sabiendo lo que entiende sin antes entender lo que puede.

​Nadie más que usted sobre la faz de nuestra exhaustas tierras puede saber actualmente que de todos los errores a los que el vulgo se ve sometido constantemente, el más doloroso es el sufrido por la facción más amable y educada de la que los breves anales de nuestras geografías tienen noticias para darles el nombre de Gobernantes, y esto es que así como antiguamente fue condenada esa sección por no pensar en cosa que no fuera primera y últimamente su provecho, demás esta mencionarle que consejo de estoicos fue que para hacer noble empleo del poder se piense primeramente que nosotros somos lo último que vale la pena pensar y últimamente se piense que en la administración de sentidos y porvenires poco menos que nada debe merecer nuestra persona; digo pues que la más sólida de las miserias que nuestra sociedad actual atraviesa es que quienes poco rédito obtienen de la razón lo entienden todo, y quienes vida, cuerpo y alma al empleo del entendimiento deben, a duras penas entienden lo que pueden.

Tan poco caritativos han sido los conceptos santos con el honor que recibimos pensando en el que merecemos, que así como antes el Tíber fue vertidero de infanticidios, por hoy las innobles nociones sobre le equidad no nos permiten loar aquella piadosa solución que el Dean Swift nos dio para el problema de la reproducción, el cual llevado a nuestro tiempos, apoyado en todo el sustento que las bien aplaudidas ciencias nos ofrecerían sobre los inéditos nutrientes que los recién nacidos pueden ofrecer a un labrador que gasta cuando menos medio día para obtener poco menos de lo necesario para detenerse a aborrecer lo que le parezca racional del mundo; resulta que ofrecer un subsidio para la preparación más humanista que los cocineros nunca han tenido para cocinar a las infancias no deseadas requiere menos dinero, menos esfuerzo y menos axiomas, de los que demanda reconocer nocionalmente que un feto no es gente hasta que no sea dueño de lo que conocemos como consciencia. La misma vara que es aplicada para dictar que más irreparable es la porfía de reconocer un menor de edad como gente, es equivalente a la obstinación requerida para no soportar que un menor de edad no es un dueño absoluto de su destino. 

Con la paciencia más suma que se pueda tener por el más condenable de los estilos como es aquel en el que no se vislumbra si se habla en serio o a conveniencia de quien lee y luego entiende, creo que estando obsesionados por aventajar las naciones mal llamadas como primer mundo, de cuyo semblante más hay de malnacidas que de incomprendidas, mejor solución para sacar provecho de las naciones con heredad británica en donde el estado asiste a quien no quiere dar a luz hasta el punto en el que gestar más no es posible, que nuestras tierras obedecieran preceptos tan inéditos como honestos, y que llevados por no sufrir las condiciones ajenas de los mal vistos destinos que las ingeniosas repúblicas con una riqueza considerable han teorizado, que alimentarnos de los infantes que no soportan más las calamidades de un entorno hostil, y de los adolescentes que duermen con los estómagos llenos y se despierta con las cabezas vacías, no solo es el ejemplar más noble de una resolución de la que solamente nosotros podemos tomar partido, sino que responde a una mórbida sensación de una democracia enferma que nos ha impedido albergar las grandes esperanzas que todo ser necesita para erigir obras de índole universal.

Las miserias que ha sufrido el género humano han provocado más aplausos que genuina misericordia, y no podría estar en manos de un gobernante hacer todo lo que pueda sin antes entender que en la mente del vulgo todo es nada y nada es todo; que poner fin a los experimentos fallidos de los que las facciones que con tanto honor como derecho han sido víctimas del hermoso fin de ver terminar su vida con una hacienda firmada con sus apellidos, y a sabiendas de que el rico precepto que nos dice “que todo es vanidad de vanidades” ha estado sujeta siempre a las necesidades que solo facilitan la ruina de estados completos, que así como dejamos atrás las ruinas elaboradas por las iras de conquistadores y ambiciones de tiranos, ninguna esperanza alberga más el espíritu de quienes rechazan las precipitaciones del provecho común, que el de gratificar su propia dignidad con las comparativas grandezas que resultan de la persecución de nuevos disfrutes, y de hallar personas que sean objetos de la miseria y el odio del público.

No digo con esto, que la meditación de las calamidades sea más necesaria que la reproducción de preceptos de empleo fácil y mundano. Al contrario, así como Lugonés dijo que el estado más elevado de la mujer es la de reproducir y cuidar de los hombres a modo que las bestias no puedan sugerir hacerlo mejor, más creería si constitucionalmente las tierras más civilizadas cada vez con menos alegoría y más verdad tratan a los animales como seres pensantes, más elementos útiles tendríamos para creer que tanto hay de bestias en nosotros para no ser suficientemente inventivos en la distribución de nuestros incompetentes erarios, como para esforzarse en educar a los más jóvenes, en lugar de enseñarles en cuáles calles la caridad para la indigencia se manifiesta de forma incalculable e improcedente. 

Montaigne consideró que matar a los hijos, a los padres y compartir a las mujeres es tan extremo como pueda probarlo la costumbre de una nación; en nuestro caso, siendo una nación pensante, más labor debiéramos tener en reprobar las prácticas inhumanas que nos impidan tener bien hervidos y servidos a los menores que no gozaron mentalmente del conocimiento de mejores porvenires, y me atrevería a decir que ninguna república que no sea una con el tiempo suficiente para enmendar sus propios proyectos, ha recibido el título de honorable antes de razonable.

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