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Sobre las incompetencias de la erudición

Sobre las incompetencias de la erudición
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Carlos Álvarez

Menéndez y Pelayo, grandísimo erudito de cuyos volúmenes nada hay de falsedad palpable, y tan poco júbilo le ha negado a su extensa obra el provecho y el ingenio de nuestras impresiones, era muchísimo más generoso de entendimiento de lo que sabios han dicho que cuidadoso fue de su estilo, y tan capaz fue de vindicar de un tirón la libertad habitual con la que Lope prefería tomar de cualquier asunto clásico para reproducir alguna de sus descompuestas ideas sobre el amor, y atribuir esta manía más a alguna indigestión con fecha específica, que a cierta falta de ingenio. En su exposición del “Laberinto de Creta” señala los caprichos dramáticos de Lope, y no los declara inferiores a los de Calderón; aprecia que Sor Juana imita a Calderón en lo que peor hace, y esto es tomar cosas como si conceptos fueran, y de Góngora adora y toma la parte más bulliciosa de sus versos; da a entender que el ser endeble no exime gozar de aplausos dignos, y recuerda que más de una obra siempre ha sido envenenada más por la espontaneidad que por la erudición; de Pelayo rara vez podríamos obtener una perfecta correspondencia entre sus conclusiones y sus premisas, y casi siempre hallamos máximas tratadas con cierta cadencia como la labor de un juicioso artesano.

Me gustaría apreciar sobre este hecho, y lo mismo pudiera granjearse de cualquier pasaje del estudioso, que así como lo oscuro no siempre tiene parecido, fin y forma de lo absurdo, lo mismo lo superfluo difícilmente puede recibir el tratamiento de vano. Explicaré mi idea: el lector está acostumbrado a entenderlo todo en un momento; ignorar un solo sentido no tiene lugar en la devoción que a buena hora todos depositan en la acumulación de autoridades; nuestro entendimiento, tan hermoso como finito, difícilmente hallará un motivo racional para considerarse inexperto en el estudio de la naturaleza humana, y en caso de hallarse incompetente para dicha tarea, es mucho más probable que encuentre suficientes flaquezas y anomalías para considerar que el estudio de la naturaleza y el espíritu compete a los sabios, y que abrumado por las conclusiones que den los sabios, considere que nunca ha estado en manos de nadie estudiar los conceptos más altos; o bien que cualquiera que sea el objeto de los estudio de los sabios, esta misma devoción nos orillaría a sentirnos incapaces de confiar en alguien que sea capaz de ignorar los artículos más generales de la existencia con tal de empeñarse en el estudio de cosas muy profundas.

Que las artes deben hacer pasar el menor daño que esté en su facultad a quien más desee entenderle que admirarle, es tan notable error que puede demostrarse en la vulgaridad de aquella paradoja que demuestra que si un hombre es inteligente en materia alguna, no puede ser un reverendo estúpido en las demás, y que lo mismo aplica en que un hombre que es torpe en las facultades mayormente empleadas por el género humano, tenga alguna vez la oportunidad de ser el hombre más ingenioso jamás visto. Creería que las especies más obvias de felicidad casi nunca están motivadas por la observación; aunque no me atrevería a concluir que la felicidad sea irracional, tanto como la infelicidad no es nada más que el estado más racional al que nos podemos enfrentar. En el caso singular en el que la contemplación motiva estados placenteros, iría lo suficientemente lejos para considerar que la ambición y la necedad que tienen lugar en este tipo de procedimientos nos someten a un estado de conveniencia con nuestro presente en el que poco lugar tiene, en palabras de Johnson, el contento.

De Menéndez y Pelayo diría lo mismo que Carlyle escribió en su ensayo sobre Novalis; que así como se admite que Coleridge sea un hombre con un genio sin precedente y con una perspicacia intelectual de la cual nadie puede negar que en pocas eras se han tenido noticias, lo único lamentable es que no haya un solo ser que sea capaz de entender las causas por las que un hombre de esta índole es sabio; de hecho, basando nuestras impresiones en hombres como Pelayo, Coleridge, o Hazlitt, podríamos creer que la base más extraordinaria en que se sustentan los pensamientos más profundos es lo superficial. 

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