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“Verdad y mentira en tiempos de pandemia”

“Verdad y mentira en tiempos de pandemia”
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Oswaldo Chacón R.

Las mentiras amordazan la prolongada agonía de Iván Ilich en la famosa novela de Tolstoi. Su cáncer no ha de mencionarse. Sus familiares y médicos llegan a la conclusion que es mejor engañarlo y no decirle la verdad. Ivan Ilich se irrita y se angustia porque intuye la mentira a su alrededor, con lo que el novelista ruso quiere mostrarnos las consecuencias del paternalismo con el que solemos tratar a nuestros enfermos. Es esta sensación de angustia la que parece estar presente en un sector importante de la ciudadanía cuando escucha diariamente las cifras oficiales sobre la pandemia del Covid 19 y, a la par, los cuestionamientos a la validez de la información desde distintas trincheras. Es tanto nuestro temor a un enemigo invisible, tanta la información que recibimos, que no son pocos a quienes termina permeando cierto tufo de desconfianza hacia lo que se nos dice desde el poder. Este sentimiento se recrudece cuando desde las propias trincheras políticas se discute la posibilidad de que haya ocultamiento o manipulación de la información oficial. Por ejemplo, diversos paises han señalado de diferentes maneras que el régimen de Pekín no ha estado contando toda la verdad en lo referente a las cifras y extensión del contagio en su propio territorio, y en México varios Gobernadores han puesto en entredichio la informacion presentada diariamente por el subsecretario Lopez Gatell. Independientemente de quien tenga la razón, es innegable que la coyuntura reedita la discusión en torno al tema de nuestro tiempo –parafraseando a Ortega y Gasset, la veracidad en la política o, más bien, su contrario, la mentira.

El uso de la mentira es una recomendación que no ha dejado de prodigarse a lo largo de la historia del pensamiento político. Autores clásicos han reflexionado respecto a que en ocasiones el engaño puede ser mucho más plausible que la verdad desde la responsabilidad del poder, no sólo porque séa más persuasivo a nuestros oídos, sino porque quizá séa lo que convenga. Uno de los primeros filósofos que habla del uso de la mentira para la política es Platón. En su conocido diálogo República, afirma que “la verdad merece que se la estime sobre todas las cosas, pero la mentira puede ser útil a modo de medicina”. De hecho termina su alegoría de la caverna diciendo que, si el filósofo intentara liberar a sus conciudadanos de la falsedad y la ilusión en que se encuentran, ellos “lo matarían […] si estuviera a su alcance hacerlo”. Advierte que la mentira no es útil a los dioses, pero sí puede serlo a los hombres… o mejor sería decir, sólo a cierto tipo de hombres: “Nadie más [que el gobernante] podrá hacerlo. El que un particular engañase a los gobernantes lo consideraríamos como una falta mayor que la que pueden cometer el enfermo que miente a su médico”.

La tesis de la noble mentira se consagraría con la influyente obra de Maquiavelo, quien en “El Príncipe” justifica que el pueblo no tenga ningún derecho a la verdad política en aras de las razones de Estado. Desde la perspectiva maquiavelica esto es posible porque la mayoría de ciudadanos vive al margen de la información del poder, en promedios inferiores de alfabetización y cultura política (Pippa Norris), y porque la mayoría de estrategas políticos continuan recomendando las reglas de Goebbels, el ex ministro de propaganda de Hitler, de repetir mil veces una mentira para convertirla en verdad, aunque quizá solo baste repetirlas siete veces para poder tener aspecto de verdad, como decía Lutero.

La justificación descarnada de la mentira en función del poderoso, y por ende la separación entre ética y política, convirtió injustificadamente a Maquiavelo en un autor maldito, pero diversos pensadores modernos retomaron y coincidieron con su planteamiento. Jonathan Swift –autor de los “Los viajes de Gulliver” publicó “El arte de la mentira política” en 1733, tomando como base “El Príncipe” de Maquiavelo–, para demostrar que el mentir una persona en forma reiterada se convierte al tiempo o, en un mal hábito o en un arte: el arte de la mentira en la política. Mal hábito, porque las personas se acostumbran a deformar la realidad en forma constante diciendo al pueblo lo que quieren oír, y un arte porque para hacer creer al pueblo falsedades “saludables”, se necesita mucha habilidad y también perversidad.

Max Weber, en “La política como profesión”, señala: “quien no esté dispuesto a perder su alma no puede dedicarse a la política”. La contrafigura que Weber describe del político es el santo, es decir, aquel que vive en la coherencia del “Sermón de la montaña” pronunciado por Jesucristo y dirigido a toda la humanidad. Nietzsche, en su ensayo “Sobre la verdad y la mentira en sentido extramoral” advierte que: “(…) en los hombres alcanza su punto culminante este arte de fingir; aquí la adulación, la mentira y el fraude, la murmuración, la farsa, el vivir del brillo ajeno, el enmascaramiento, el convencionalismo encubridor, la escenificación ante los demás y ante uno mismo, en una palabra, el revoloteo incesante alrededor de la llama de la vanidad es hasta tal punto regla y ley…”. El derecho a mentir también es defendido por Kant en su ensayo “Sobre el derecho a mentir por razones filantrópicas”, y por Foucault, quien enumeró los peligros que conlleva el “hablar franco” tanto en el consejo político al poderoso, como en la interlocución trasparente en la ciudad.

Hannah Arendt reconoce que “la verdad y la política no se llevan demasiado bien” y que “la mentira siempre ha sido vista como una herramienta necesaria y justificable, no sólo del oficio del político o del demagogo, sino también del oficio del hombre de Estado”. Arendt encuentra que además, mentir es una forma de acción, lo que conlleva asociar la mentira con la más alta capacidad humana, propia de la vida política, tal como ha sido caracterizada en “La condición humana”. La autora judeo-germana analiza el tema en dos breves ensayos con el título “Verdad y mentira en la política”. El primero, “Verdad y política” en la que la autora se propone como objetivo la cuestión de si es legítimo siempre decir la verdad, fue inspirado por la enorme cantidad de mentiras utilizadas en la controversia suscitada por su libro “Eichmann en Jerusalem”, mentiras tanto sobre lo que ella había escrito, como sobre los hechos de que había informado. El segundo texto, “La mentira en política” busca desenmascarar el alcance e implicaciones de las falsedades presentes en los documentos secretos del Pentágono sobre la política norteamericana en Vietnam.

Ambos ensayos parten de la distinción entre la verdad racional y la verdad factual, entre la verdad que, como la “doctrina matemática de las líneas y las figuras”, no interfiere “en la ambición, el beneficio o la pasión del hombre” (Hobbes), y la verdad afirmada sobre hechos y acontecimientos que afectan a la conducta de los hombres y constituyen la textura misma de la política. Arendt termina el primer ensayo afirmando que “en términos conceptuales, es posible definir la verdad como aquello que no podemos cambiar; en términos metafóricos, es el suelo que pisamos y el cielo que se extiende sobre nuestras cabezas”; de suerte que podemos descubrir la verdad, pero no podemos cambiarla, porque la verdad no puede ser de otra manera. Y, al comienzo del segundo ensayo, señala que la mentira, es decir, la falsedad deliberada, atañe a hechos contingentes, “a cuestiones que no poseen una verdad inherente a ellas mismas, que no necesitan ser como son”, y que la mentira puede ser creída porque “las verdades factuales nunca son irresistiblemente ciertas”.

A la luz de la teoría de Arendt, en asuntos humanos, la verdad fáctica –la verdad histórica, la verdad sociológica, la verdad económica, como todo lo relacionado a la pandemia que enfrentamos– es susceptible de interpretaciones y de opiniones diversas y cambiantes. Hablar de los hechos supone interpretarlos, no sólo porque no pueden ser percibidos al margen de las lentes personales y de las perspectivas interesadas con que los observamos, sino porque el lenguaje con que describimos los hechos nunca es totalmente aséptico. Pero Arendt considera que el que los hechos sean interpretables no debiera impedir que fueran objetivamente inatacables. Por ello, Arendt antepone a los hechos objetivos (y políticamente incómodos) la existencia de un tribunal de garantías cívicas frente al poder, tan poderoso como los derechos humanos, la división de poderes y la Constitución. Sostiene que es vital crear y fortalecer “sedes de la verdad”, ciertas instituciones públicas, como la Academia y la Justicia, a las que la política debería respetar.

Lo interesente es ver si la tesis de Arendt de crear “sedes de la verdad” frente a la información oficial está planteada para todo tipo de escenarios, o si tiene exepciones en el caso de emergencias sanitarias globales como la que estamos viviendo. Arendt no analizó este punto en particular, pero de su obra se puede deducir que, si bien para la democracia es importante distinguir los hechos y las opiniones, también lo es evitar sacralizar los hechos en situaciones de crisis o emergencia. En efecto, la propuesta Arendtiana debería matizarse en determinadas circunstancias de crisis, como el embate de un virus que no tiene cura y que ameneza la salud y la vida de todos, porque esa “exepcionalidad” obliga a la ciudadanía a confiar en la información oficial para facilitar las tareas y las políticas de atención. En dichas circunstancias de crisis, identificar el campo de la política con el de las verdades objetivas, implicaría que el buen hacer político consistiría en el mejor saber científico, lo que pudiera parecer “antipolitico”, en el entendido que reduciría la acción política a la mera gestión técnica de los problemas y las situaciones por los expertos y los tecnócratas, pero eso es justo lo que se necesita en circunstancias de amenazas a la vida y salud generalizada.

En el contexto de una pandemia lo político debe sujetarse a la información técnica de manera transitoria, mientras dure la emergencia, porque de no invertir los protagonismos se corre el riesgo de no lograr el propósito de salvar vidas. Por supuesto que en una democracia, la ciudadanía no debe consentir que se le mienta en asuntos que atañen al destino de la comunidad; pero mientras estemos dentro de la crisis la mejor opción es atender y acatar la información oficial, y hacer evaluaciones y valoraciones respecto a lo que se nos dice posteriormente a la crisis, para eso son las elecciones. El voto es (o debería de ser) el instrumento modulador o sancionador por excelencia  de las decisiones de nuestros políticos. De ahí que las elecciones de 2021, donde habran de renovarse la Cámara Federal de Diputados, y la mayoría de Congresos locales y Ayuntamientos del país, se presentan como un escenario de oportunidad para hacer las valoraciones correspondientes al manejo de esta crisis. Y, por si fuera poco, en 2022 por primera vez los electores mexicanos tendremos la oportunidad de hacer uso de la revocación de mandato, para evaluar a nuestros gobernantes y decidir su permanencia en el cargo.

Nuestros políticos deben tomar en cuenta que la lección de los clásicos, es que los asuntos de Estado demandan cierta dosis de monopolio informativo en aras de salvaguardar el interés común en situaciones exepcionales, pero que los engaños no salen rentables a largo plazo porque minan la confianza. Y, sin confianza, la política constructora de futuro es imposible. El pueblo, como aquel personaje de La Fontaine, es “hielo ante las verdades y fuego ante las mentiras”; por lo que no se debe provocar el fuego popular para evitar la hoguera de su ira.

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