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La Casa de Ladrillo

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Para el GL, en recuerdo del doctor Marcolino, acodado en la barra de La Ópera


La memoria es un consuelo pasajero en un universo mutable. Nada vuelve a ser lo que fue. Sólo existen los instantes, pero queremos que perduren para detener la sensación de vértigo que produce el tiempo. Hablaba Borges de las calles que no volvería a recorrer, de los libros que había leído de manera última y definitiva. Cada momento de la vida es una postal desvaída sobre un paisaje inexistente. Sólo lo fugitivo permanece, dijo Quevedo tras volver a Roma después de algunos años y descubrir que lo único que no había cambiado era el Tíber, cuyas aguas siempre fluyen. Hay lugares que ya no volveremos a pisar, porque como los fragmentos de una hoja que dispersa el viento, van dejando de ser. Ya no podemos ir a La Ciudad de los Espejos, pues la esquina sur oriente de Pino Suárez y Mesones ahora está ocupada por un cajón de ropa y se fueron para siempre los vidrios reflejantes que daban nombre al establecimiento, el mural de la pared mayor, donde estaba pintado un astronauta, la barra de colores chillantes y las buenas mesas aptas para la práctica del dominó y el cubilete sin riesgo para vasos, botellas o ceniceros. Ya no degustaremos las botanas de Las Tripitas, donde inicié una amistad perpetua con Andrés Fábregas Puig, quien impartió para mí la primera de sus magistrales enseñanzas al amparo de los mangos y las palmas del patio de esa extinta cantina, que entonces no se llamaban botaneros los expendios de cerveza y trago con comida de ñapa. Se fue en México El Nivel, que siendo ya cantina sirvió, según cierta leyenda, como refugio a un fugitivo Juárez, quien de ahí fue rescatado por el embajador de Perú, Manuel Nicolás Corpancho. Desapareció en la muy noble y muy leal Ciudad de México El Lazo Mercantil, en 5 de febrero y Uruguay, en el corazón de mis andanzas infantiles y juveniles en el Centro. En Tuxtla Gutiérrez dejaron de existir La Pelona, regenteada por doña Marthita, mujer brava y católica que tenía un altar para la virgen de Guadalupe junto a los rimeros de cartones de caguama; El Abajeño, lugar de origen de la venturosamente existente Tesoro de la tía Mechita, donde sostuve una inolvidable conversación etílico-poética con Quincho Vásquez Aguilar y Efraín Bartolomé, y en estos extraños días de pandemia La Casa de Ladrillo, que junto con Las Américas, ostentaba la mayor antigüedad en este solar del trópico. Adiós para siempre a la moronga, las manitas de cochi, el riñón y el hígado, los sesos, el buche y la panza, el lomo rebanado, la tinga de pollo y la costilla. Hasta luego a Luis el Güero, nieto de la tía Elvirita, quien fundó el negocio en la década de los 50, servicial y único mesero que tuvo en esa labor su primer y permanente empleo. Al arbitrio de la memoria quedan las conversaciones con el mismo Andrés ya invocado, con Jesús Morales Bermúdez, con Florentino Pérez, José Martínez Torres, Gustavo Trujillo, Rubén López Roblero, Noé Gutiérrez, Miguel Lisbona, Adolfo y Manolo Ruiseñor, Juan Antonio López Chavarría, Julio Sarmiento, el Oso y el Checho Ruiz Abreu. Además de paliativo, la memoria y sus sinónimos: recuerdo, remembranza, testimonio y otros que olvido, son un recuento que nos hace saber que en el periodo de nuestra existencia hemos pasado por todo y diariamente dejamos de pasar, para siempre, por los lugares que nos hacen morir un poco cuando fenecen, como haremos nosotros tarde o temprano.


Carlos Román García Ladera del Sumidero, 9 de noviembre de 2020.

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