
Guillermo Ochoa-Montalvo
Querida Ana Karen,
En este país de miércoles nos puede cargar el payaso con el beneplácito de 30 millones de mantenidos del gobierno, por un lado, y por el otro, la protesta infructuosa de esa apabullante mayoría de 70 millones de mexicanos que protestan cada día desde el solipsismo, incapaces de organizarse con alguna propuesta viable y real para romper con esa anunciada transformación que destruye a la Nación, la República, los gobiernos locales, los poderes legislativos representados por senadores y diputados de microondas, y los organismos autónomos que daban credibilidad y confianza a la ciudadanía, aún con sus defectos.
Se nos advirtió que el señor López era un peligro para México, pero con su discurso de víctima al estilo de Pedro Infante adormeció a los más pobres —que suman 30 millones de seguidores—, asegurándose de mantener el poder a través de su sucesora. El populismo no combate la pobreza, la administra, la acrecienta y se sirve de ella. Utiliza a los más pobres —que, encima, también son los más ignorantes— para “legitimar el poder” mediante votaciones abiertas y descaradamente manipuladas. Y por si fuese poco, la deuda pública crece inconmensurablemente para sostener programas sociales que no aportan al desarrollo de Chiapas ni de México; y además, destruyen la planta productiva que sí genera riqueza.
Y mientras la familia real del Zócalo y el que vive en la “Chingada” acumulan fortunas obscenas como parte del crimen organizado, los mexicanos se sumen en la desesperación del día a día, sufriendo hambre, desempleo, deserción escolar y muriendo en hospitales destartalados, más moribundos que sus propios pacientes. Vivimos al filo de la navaja.
Sí, al filo de la navaja. Esta expresión puede invitarnos a vincular situaciones “paradójicas” de la vida cotidiana con una profundidad mística inesperada. Y es que toda la vida es un “filo de la navaja”, aunque no siempre seamos conscientes de ello. Por eso, el escritor Bernardo nos lleva a mirar más allá de lo inmediato, para ver profundo y a lo lejos, como nos proponen los autores del libro Chiapas, las tareas de Sísifo.
Hace días se presentó este libro como una metáfora del modelo político mexicano, donde cada seis años se reinventa el país bajo el mismo discurso romántico del “combate a la pobreza”. Héctor Cortés Mandujano, Jorge López Arévalo y Óscar Alejandro Figueroa Gutiérrez colocan sobre la mesa una propuesta para romper con la maldición del Sísifo mexicano: ese que, con sacrificios y esperanza, sube la pesada roca hasta la cima, y cuando cree haber llegado a la meta, observa desconsolado cómo la roca vuelve a rodar cuesta abajo. La tarea de subirla nuevamente se repite una y otra vez.
Los autores se preguntan: ¿cómo es posible que, con tanta riqueza natural, vivamos la peor de las miserias sociales en Chiapas, con los más bajos índices de desarrollo humano y bienestar socioeconómico?
Entre las respuestas del insigne Alejandro Molinari y las reflexiones de la arquitecta Marirrós Bonifaz, me quedé con una: se trata de mentalidades.
En efecto, vivimos al filo de la navaja por una cuestión de mentalidades, y esa roca de Sísifo nos ata a vivir la esclavitud, el sometimiento, la explotación y el saqueo en Chiapas con la esperanza de que, en el futuro, todo cambiará. Pero sin planificación a largo plazo, eso es imposible. Es una falacia, porque la educación está diseñada para sostener este sistema de opresión, al no profundizar en la transformación de las mentalidades de sus habitantes: blancos, mestizos e indígenas.
Los más afortunados en Chiapas son los blancos y asiáticos, cuya mentalidad europea y oriental les permite trabajar afanosamente y de forma organizada para transformar sus recursos en riqueza que, lamentablemente, no siempre se reinvierte en Chiapas. Algunas fortunas se fugan para invertirse en Alemania, Japón, China o Estados Unidos, sin generar importantes agroindustrias o industrias transformadoras con valor agregado, a partir de la inconmensurable materia prima chiapaneca que nos coloca como proveedores del mundo. Cambiamos oro por espejitos con las grandes empresas del norte y las transnacionales, quienes —con conocimientos, ciencia, tecnología y marketing— logran transformar las materias primas en productos con valor agregado de elevada rentabilidad para ellos.
Los mestizos, desde diferentes trincheras, viven al filo de la navaja cultivando la tierra, como empleados de gobierno o pequeños comerciantes, sin la disciplina del ahorro. Su trabajo puede ser productivo, pero no necesariamente rentable. En poco existe la cultura de la reinversión y la acumulación de riqueza, porque en ellos se sembró la mentalidad de que el dinero no es la felicidad. El dinero es solo un medio para pasar el día, pagar deudas y regresar al filo de la navaja.
Los indígenas viven sus mundos en la cosmogonía de once etnias, cada una con sus creencias y costumbres. Muchos de ellos viven del gobierno y de sus programas alienantes, paternalistas y poco rentables.
El “filo de la navaja” es una expresión que se utiliza cuando vivimos una situación de peligro o debemos enfrentar alternativas acuciantes. También solemos decir que alguien vive “al filo de la navaja” para destacar una forma de vida audaz, o bien una conducta temeraria.
Las palabras y las expresiones vinculadas a la neutralidad se insertan en la dimensión espiritual o sagrada; transitan a menudo un largo camino hasta banalizarse y perder sus riquezas significativas originales.
Y esto mismo se refleja en las capas inadvertidas del lenguaje cotidiano. Necesitamos del lenguaje, pero todos sabemos que “nos quedamos sin palabras” en las situaciones cruciales de la vida, por ejemplo, en el amor o en la muerte. En esas situaciones, sentimos que estamos en el “filo de la navaja”, y que todo lo que se diga se verá sobrepasado por la experiencia.
Ahora bien, la expresión “al filo de la navaja” puede invitarnos a vincular esas situaciones paradójicas y a menudo desconcertantes de la vida cotidiana con una profundidad mística. Nuestro apego hacia logros inmediatos nos hace olvidar para qué vivimos, o al menos nos impide levantar la mirada y ver más lejos. Vivimos al filo de la navaja porque la vida presenta asperezas y paradojas inquietantes.
Pero todas las tradiciones espirituales enseñan, de un modo u otro, a ubicarse en un punto en donde ese filo no solo ya no lastima hasta llevarnos al sinsentido, sino que nos brinda una agudeza interior que nos permite “sostener la paradoja” sin caernos hacia un lado u otro. Así, puedo atender las cuestiones cotidianas con la conciencia tanto del carácter pasajero de las cosas como de que, detrás de los afanes de la vida cotidiana, quizás hay algo más.
Poca gente traza un plan de vida propio donde equilibre lo emocional, sentimental, laboral, familiar, profesional, vida social y economía administrada. Vivimos al día, al filo de la navaja.
El cambio de mentalidad hace que ese modo de vivir “al filo de la navaja” se transforme en el filo de la navaja de quien sostiene la paradoja y se hace responsable. En esa actitud despierta un corazón capaz de atravesar, con júbilo y visión de futuro, el difícil camino de la vida como una cuestión de amor.
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