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A cocolazos / La Feria

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Sr. López

Tía Marucha (de las de Autlán de la Grana, Jalisco), fue una señora de pelo en pecho, como les decían. Se casó con un fuereño, un tal Antonio, que le salió poquito peor que el Juan al que apodaban Charrasqueado, por lo borracho, parrandero y jugador, que la abandonó con una marimba de cinco niños. Años después, un día (no era domingo), le corrieron avisar que a pesar de ser buen gallo había amanecido muerto en ‘Casa Margarita’, rumboso establecimiento de solaz masculino, atendido por señoritas de no dudoso prestigio (eran güilas), nada más que la tía era de lo que hay poco y nomás contestó: -Bueno, pues ahí que lo velen –y se quedó en su casa. Fue el cura párroco a querer hacerla entrar en razón y tía Marucha lo despachó con cajas destempladas: -Aquí no hay muerto, vaya usted ya sabe dónde a “santaolearlo” -corrió como lumbre en el pueblo tan inusual asunto y empezó a llegar gente disque a darle el pésame, hasta que se hartó la tía Marucha y puso con chinchetas un cartón en la puerta de su casa, que según la abuela Elena, decía: -En esta casa no estamos de luto –y sanseacabó. Como al año -decía la abuela-, le pagó al municipio los gastos del entierro sin “perpetuidad”: -Cuando le toque, ahí echan los huesos al montón –punto redondo.

 

La vida en sociedad exige no solamente no darle de puñaladas al prójimo sino también, unas reglas de urbanidad, buenas maneras -“educación”, le decimos en México-, que aceitan las relaciones entre las personas y en último análisis, son la cotidiana manera de ejercer la virtud de la caridad (del “cáritas”, en latín, ese interesarse por los demás y si se puede, quererlos), pues siendo educado con los otros, se les muestra respeto y la convivencia es menos áspera.

 

De acuerdo. Y también de acuerdo en que las personas dedicadas a la cosa pública, están más obligadas que el ciudadano simplex, a respetar esas buenas maneras que lubrican la maquinaria que llamamos sociedad. Ok…

 

Lo que merece algo más de atención es eso que empezó siendo “corrección política” y ahora es la cínica hipocresía de lo “políticamente correcto”.

 

Lo primero, la corrección política, empezó en los EUA a mediados del siglo pasado, tratando de evitar en el discurso político, el uso de expresiones ofensivas respecto de raza, cultura, religión y todo lo que distingue a las minorías (lo que ahora incluye al mundo homosexual), y no fue nada más por un arranque de decencia, sino la aplicación de la dudosa hipótesis Sapir-Whorf (Edward Sapir y Benjamin Lee Whorf, dos lingüistas de los EUA de principios del siglo XX), quienes  sostenían que el lenguaje es “creador de realidades” (se oye fatal, pero realmente se referían a que el modo de expresarse influye en cómo se percibe la realidad… y sí, no es lo mismo decirle a la esposa “gordita”, que “cerda”, ni al marido “estás alegre”, que “viejo borracho”, pues siendo los mismos kilos y la misma cantidad de alcohol en sangre, la señora puede deprimirse y el señor poner su carota).

 

Como sea: se puso de moda la “corrección política” y de a poquitos -en todo el mundo-, fue evolucionando hasta llegar a lo “políticamente correcto”, que ha llegado al risible intento de endulzarnos la realidad con palabras (en México, por ejemplo, no hay inundaciones, sino “encharcamientos”; los presos son “internos”; las cárceles, “centros de readaptación”; el peso no se devalúa, “flota”; y los peores bandidos detenidos en plena flagrancia, son “presuntos responsables”).

 

Una de las variantes más molestas de lo políticamente correcto, es cuando la autoridad hace y dice cosas que evidentemente le son indiferentes, nada más porque supone que queda bien con nosotros, los integrantes del peladaje (sin darse cuenta que el efecto es el contrario: ofenden, aunque no sea su intención, porque es ofensivo que de esa manera prueben que realmente creen que somos sus tarugos).

 

Todo este largo preámbulo es por el tuit políticamente correcto que puso el presidente Peña Nieto, sobre la muerte -ayer, 8 de agosto-, de Rius (que Rius es para todos, aunque su nombre legal haya sido Eduardo del Río García). Escribió don Peña Nieto:

 

“Crítica, humor y libertad, todo ello en un cartón de #Rius. Descanse en paz el destacado caricaturista y periodista Eduardo del Río García”.

 

¡Aaay, Peña, Peñita, Peña! Un respetuoso silencio a veces es mucho mejor que las palabras vacías -‘flatus vocis’- que hasta pueden ofender (y si de veras le dolió y si de veras lo respeta, bien pudo enviar en privado sus condolencias a la familia)… pero la verdad, suena a burla lo de “crítica, humor y libertad, todo ello en un cartón (…)”.

 

¿De verdad cree que le creemos que “le pudo” el fallecimiento de Rius?… ¿De verdad cree que nos tragamos ese tufillo de respeto por Rius, que quiere aparentar?… Alguien le escribe los tuits (o si los escribe él, peor andamos)… ¿o no sabe lo que Rius decía de él?, ¿no se enteró que hizo un libro titulado “La reforma dizque ‘heducativa’” (2015, editorial Grijalbo).

 

Rius no es solo un cartonista. Rius encontró que el vehículo ideal para educarnos eran las revistas de “monitos”: hacernos indolora la lectura haciéndonos reír, para hacernos leer sin darnos cuenta y hacernos pensar… porque sí fue cartonista, hizo más de 50 mil cartones, sí, pero también escribió más de 100 libros.

 

No don Peña Nieto: Rius más que criticar, se bailó el zapateado encima del PRI y del sistema cuando menos desde 1965, cuando empezó con ‘Los supermachos’ y luego en “Los agachados”.

 

Y su mención a la “libertad” es, lo menos, ignorancia, si no es que un gatillazo horrible tratando de lavar los pecados del régimen: en 1968 le quitaron “Los supermachos”, presionando a la Editorial Meridiano, que por eso sacó “Los agachados”, y fue secuestrado por el gobierno en 1969 (a otro gran caricaturista, Palomo, en 2008, lo echaron de El Universal, por presión oficial; a Manrique, en 2008, lo demandaron por abuso a la libertad de expresión, por meterse con la corrupción en Pemex)… sí, libertad pero, diría Rius, a cocolazos.

 

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