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Vida y muerte del callao

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Carlos Román García

Vamos a bajar a unos guarines a Portales, Güero, me dijo un día el Callao, habitante y después difunto de una vecindad de Romero. Quería decir, en plural mayestático, que iba a asaltar albañiles, sirvientas, pequeños comerciantes, secretarias o burócratas menores encaminados a bailar en el California Dancing Club, sobre la Calzada de Tlalpan, en sus días santuario para el oficio de Consejo Valiente Roberts, Acerina, quien ponía el tiempo al danzón. El lugar para los atracos estaba en el territorio de los famosos Nazis, cercanos algunos de sus integrantes a los dueños de Funerales Ramírez, en cuyo estacionamiento aparcaban las motocicletas de la banda, pero el Callao podía operar ahí o donde quisiera, porque estaba al amparo de El Cagarás, un hamponcete que despertaba temor hasta en el propio Sahagún Baca, quien lo tenía en su nómina de madrinas. No era una invitación la del Callao, quien me sabía inútil para cualquier hecho de armas, era una cortesía para justificar su ausencia porque había llegado la hora de chambear. Él llevaba una navaja que manejaba con destreza, capaz de herir sin lastimar demasiado, apenas para enfatizar la advertencia a algún renuente a entregar la cartera o la bolsa. De regreso de sus empresas, invitaba las cervezas, las quesadillas, las tostadas o el pozole; sobretodo las cervezas, que seguía bebiendo cuando todos se iban a dormir. Una vez mi madre, quien barría la banqueta a las seis de la mañana, lo vio llegar a rastras; sin perder los modales ni el avance de gusano pegado a la pared, le dijo: buenos días, señora, dispense. Detrás iba protegiendo su avance, a prudente distancia porque por borracho que estuviera era capaz de partirle su madre a cualquiera, una pequeña banda de mozalbetes encabezada por un rubio insolente, hermano suyo, a quien no se parecía en el color, pues él era prieto, con tintes rojizos o violeáceos en el rostro por los años de beber sin pausa ni mengua el alcohol que lo había abotagado. El dicho hermano tenía instrucción de darme viada e incluso de cuidarme de otras bandas desde la salida del Metro hasta la casa. Otro día venía el Callao caminando cuando de reojo vio como se acercaba un carro negro, sin placas; ágilmente se despojó de la chamarra –una de esas acolchadas entonces de moda– y la arrojó lejos de sí hacia la banqueta. Entonces cayó la chota, un grandote lo apañó, lo cateó, lo hizo ponerse de rodillas y le recibió discreto un fajo de billetes para dejarlo libre. Se levantó y el tira le hizo un gesto despectivo con la mano a manera de despedida. El Callao se puso la chamarra pensando que ya había estado; entonces el policía lo tomó del brazo para pedirle fuego, pues se había detenido a comprar cigarros en la tienda. Sintió entonces, invisibles en los brazos por la tela acolchada, las varas enteras de mota, embolsadas y metidas de hombro a puño. Salió el Callao corriendo hacia la vecindad, con ventaja, pero el carro que esperaba al rezagado se estacionó junto a la puerta y pronto se vio perseguido por otro judas; corrió hacia la escalera, trepó a la azotea y siguió raudo entre tinacos y tendederos, brincando a cada tanto los huecos intercalados de las viviendas, pequeños patios con lavadero propio. El último brinco fue fallido, un tubo lo hizo tropezar y cayó, definitivamente, hasta sentir el último golpe de los tantos que recibió, mezclados con todos los que dio, boxeador de estilo bailarín como era. Dirán los quisquillosos que cómo podía seguir la perjudicial al Callao si tenía trato con El Cagarás, y este con Sahagún, integrante de la llamada Brigada Blanca, con José Salomón Tanús, Miguel Nazar Haro y Jorge Obregón Lima; la respuesta a su molesta inquisición es que como en todo comercio hay momentos de veda y nuestro personaje la había roto, pues siempre pensó que sus pistolas, metafóricas porque ya dijimos que su arma era la navaja, eran suficientes para hacer lo que se le diera la gana. Así cayó el Callao y así caerá su fama, como la de todos los que vamos a desaparecer, no sin beber antes una cerveza en su memoria.

Ladera del Cañón del Sumidero.
8 de noviembre de 2021.

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