Home Columnas Sobre una apreciación de Beaumont y Fletcher

Sobre una apreciación de Beaumont y Fletcher

Sobre una apreciación de Beaumont y Fletcher
0
0

Carlos Álvarez

La rectitud no solo ha obligado a un número desagradable de personas ocultar la mayoría de sus pasiones más naturales; nos ha obligado a desconsiderar que la indecencia es algo mucho más serio de lo que cualquier defensa de las impresiones más primitivas del ser podrían hacernos creer. John Masefield escribió en un artículo sobre Beaumont y Fletcher donde alega que casi siempre los lectores que disfrutan de las obras poéticas pueden obtener suficiente placer sin poder elaborar una opinión adecuada sobre esa obra. Todos admiramos mucho más lo que no entendemos; cuando entendemos las causas de nuestra admiración nos resulta vago y desproporcionado lo que antes era fuente de impresiones que en su momento podríamos haber juzgado como algo potencialmente perpetuo.
Es racional considerar que deberíamos entender la fuente de nuestros placeres, en el mismo sentido que es natural considerar que todos deberíamos ser justos. La idea de considerar el análisis como el instrumento más saludable para la administración de nuestras ideas y nuestras pasiones es tan racional como imposible. En algún punto un filósofo y un moralista debe adentrarse a ciertas agudezas de la parte más experimental de la lógica, al punto de adherirse a la opinión de autoridades para no obstaculizar cualquier pasión que parezca tener un completo gobierno de sus ideas. 
Schowb mencionó a Beaumont y Fletcher en sus “Vidas imaginarias” como dos apellidos inseparables en la historia literaria; ambos evitaron los elementos de la trivialidad y la sensiblería como para que el elogio que gozaron en su época hoy sea algo remoto; sus temas son casi siempre los mismos, desde un capellán que busca evitar a toda costa el embarazo de su nombre, algún caballero que persigue los fines de una virtud impracticable, de una enamorada agitada por sus bienes; nada nuevo hay en sus comedias que no podamos hallar en alguna novela ejemplar de Cervantes, un drama de Calderón, o una comedia más anónima que de Lope. Montaigne apreció algunos bienes capaces de rescatarnos de los peores desengaños de la vida privada, que de tratarlos como si nuestra felicidad dependiera enteramente de poseerlos o nuestro mal de perderlos, que la forma más eficiente de preservarlos es impidiendo la traición que nosotros podemos ejercer en todo momento por lo que admiramos. Acaso esta es la idea mejor representada en sus dramas; la condición más absoluta de la sociedad es que además de ser algo desgraciadamente fácil de entender, es casi insoportable de contemplar. 
Todos sabemos que el ser tiene una manía general por poseer un número adecuado de ideas que puedan eximirlos de cualquier mal provocado por sus acciones, o ser loarlo por cualquier bien que accidentalmente provoquen sus ambiciones. No existe ningún grado de mezquindad en la separación que se ha realizado entre la voluntad y el espíritu, entre el vulgo y la parte educada, el entre el porvenir y la fortuna, para contemplar mediante las observaciones populares todo tipo de errores en la sabiduría, y la elaboración de censuras necesarias. Mucho de esto puede encontrarse en los áridos versos de sus obras; Emerson incluyo los siguientes versos en uno de sus ensayos más aplaudidos:
De sí el hombre es, hado, fin y acaso,
ya el alma haga el ser perfecto y justo,
ya destino y suertes su parnaso.
Nada sea nunca tarde o temprano,
que juicios justos, malos y livianos
a solas nuestros son sus desengaños:
nada hay en todo que no sea humano.

LEAVE YOUR COMMENT

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *