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Sobre la admiración desmedida por juicios inéditos

Sobre la admiración desmedida por juicios inéditos
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Carlos Álvarez

Se admite con generalidad que los escritores deben ser capaces de defender cualquier antiguo precepto con la fuerza de ejemplos mínimos; la consolación es eficaz por el mismo motivo que los seres más eminentes tienden a la indiscreción, y por el mismo motivo que los seres más ineptos pueden gozar de los favores que la razón suele negar a quienes no son devotos de la incertidumbre y adoradores de la brevedad de la vida; que los sistemas de ideas que empleemos para juzgar si alguien es un tonto puedan darse tanto en lo opinable, que es donde sabrosamente se saca provecho de lo que es bello, como de lo inteligible, que es donde ingratamente se entiende lo que es cierto, prueba que siempre podemos recurrir de forma arbitraria a paradojas y a máximas que puedan defendernos sin que seamos capaces de entender que mucho de nuestros fines más altos y de nuestras mejores ideas no son algo que pudimos haber obtenido por la mera fricción de nuestra experiencias con nuestras reflexiones.
No creo que el mal empleo que un centenar de hombres puedan darle a una buena idea sea suficiente para tratarla con desconsideración; sí considero fervientemente que no es necesaria mayor porción que no fuera la de una sola mente ingeniosa para trastornar consideraciones naturalmente excelentes para la función de las partes más principales de nuestras comunidades. Equiparar el tipo de fortuna y de causas que permiten que la discreción de un precepto caiga en desuso, y en casos más azarosos, explique los peores de los males de algunas épocas, es algo que está al alcance de la razón tan solo si tenemos una forma precisa para diferenciar por qué un hombre que parece un completo imbécil a un número limitado de personas puede parecer lo más cercano a un objeto de admiración para otros.
Ninguno de estos temas es algo que demande mucho mi atención, y tampoco instaría que una persona deposite su atención en encontrar formas de ser alguien sabio, o al menos mucho más tiempo de lo que debería encargarse de no ser un tonto. Lejos de considerar, como Quevedo, que más nos debería escandalizar no saber aquello que nos gusta antes de conocer aquello que nos conviene, ni de señalar con una grosera discreción, como Montaigne, que por encima de entender lo que se ignora o saber que no se puede entender siempre todo del mismo modo, conviene más saber qué ideas y que conceptos son lo suficientemente robustos para que quien admire cosa alguna de bien los pueda emplear para desentenderse el mal, y quien cosa alguna le llame la atención del mal pueda hacer uso en contra de los bienes, convendría saber gozar aquello que no entendemos y que nos fuese razón suficiente saber que personas más ilustres perdieron el deleite por algún motivo relacionado a causas más materiales que espirituales. Admito que no es algo que termine de entender; por ninguna razón que no sea mera curiosidad estoica, considero posible la existencia de un principio o una idea que tenga los mismos efectos para quienes defiendan una doctrina absolutamente contraria a otra; no creo que la admiración por objeto inéditos pueda añadir algo que valga la pena a la verdad; me arriesgo suficiente para referir un concepto como la verdad, que tan poco tiene de idea, de noción y poco menos que nada guarda de lo que un concepto puede ser.
En más de una ocasión me he visto forzado a tolerar la desilusión de tener que examinar una acción, asumiendo que tan general y piadosa es la razón, que difícilmente puede existir obra alguna que no esté asistida por ella en al menos una parte. La crítica no puede volvernos más inteligentes; con todo y el buen discurso y discreto favor que las invenciones literarias pueden tener, no muy gratos ni más sabrosos son nuestros tiempos –en palabras del autor del Belianís de Grecia, en que así los poetas ya no escriben absurdas cosas que agradables y racionales sean porque más de uno así lo piensa. Lo mismo que quienes persiguen remedios en el mismo camino donde se terminaron extraviando peor que antes, así las artes que antes mucho más admiraban de lo que entendían, por hoy no parece haber cosa alguna que en su razón general pueda no ser entendida, que cualquier idea motivada más por darse a entender que por instruir y agradar, cae en el desánimo del espíritu público sin remedio alguno.

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