Carlos Álvarez
Que el incumplimiento de los preceptos clásicos pueda ofrecer al lector propósitos morales más lúdicos que los defendidos en obras más apegadas a sistemas razonables y dictados por la propiedad, prueba primeramente que nuestro entendimiento se ve saciado enormemente por operaciones que son asistidas por el azar, y desmuestra que así como es más fácil apegarse al entretenimiento que a la instrucción, es casi imposible no sacrificar el conocimiento de normas clásicas cuando los pensamientos constituyen una carga pesada para nuestro placer. Podríamos preguntar una persona la idea menos favorecedora que posea sobre sus trabajos y sus méritos, y ninguna de ellas podría ser suficientemente negligente para privarse de estar dispuesto a ofrecer una prueba de nuestra buena voluntad, ni lo inadecuadamente liberal para permitirle no preocuparse por fabricar buenas impresiones en donde los accidentes atenten contra su persona.
Los tratamientos que Cervantes, por ejemplo, nos ofrece en la Galatea no son precisamente los más fáciles de adorar ni de recordar en el orden más estricto que podamos responder a lo nublada que resulta nuestra contemplación en medio de la lectura; que la estrechez de nuestras facultades -en palabras de Hume- sea la causa de no poder disfrutar de la belleza y la virtud como los objetos más perfectos, nos podría dar una idea de la falta de relación que siempre tiene una pasión con algún objeto verdadero, y también cierta idea de que el conocimiento que poseemos sobre algunas nociones mediante algunos conceptos, no sean infinitamente capaces de darnos la misma tranquilidad para tolerar y saber sufrir aquello que no han logrado ni los que han obrado con cierta vistosidad mental.
Digo esto en el sentido que nunca he considerado que ni los más grandes escritores han estado libres de exagerar la alegría, la indolencia, o la tristeza, que los sistemas más completos de nuestros sentimientos pudieron haber creado. Un ser de cualquier condición siempre será expuesto a un estado de desesperación en el que por no desear un ápice más de miseria, no ofrecerá más resistencia a la desconfianza que la compasión por nuestro porvenir nos dicta que siempre conservemos por las intenciones ajenas, y esto prueba que las causas de nuestros honores están constituidas por ideas que se desarrollan de forma más espontánea que estable. No creo que ninguna obra en la historia literaria, prescinda tanto de los dominios de la preceptiva, y aborde cada uno de los destinos que puede tener la humanidad, como Paracelsus de Robert Browning.
Paracelso, estudiante de Tritemio, es dueño de un espíritu pomposo y de razonamientos extravagantes; se determina a perseguir y poseer conocimientos más grandes de lo que su estancia en el monasterio le pudiera ofrecer. Los personajes de Browning adolecen de un carácter propio; un judío puede expresar las ideas más gloriosas sobre la perpetuidad de un grano de sal, un campesino sin memoria puede defender la doctrina de las formas, y un adorador de la razón podría ser víctima de los porvenires más horribles sin sufrir un solo momento de su existencia. Antes de partir, Paracelso dice a Festo, su mejor amigo, que no es más vano su corazón por desengañarse de su naturaleza, que sus destinos por darle aquel deseo, ni vanas sus palabras por defenderlo.
Las invenciones manipulativas para justificar méritos imposibles y males impensados no son algo nuevo; es algo habitual en Cervantes; Erastro declara en algún pasaje: “Dejárasme, Lisandro, satisfacer al Cielo con más largo arrepentimiento el agravio que te hice, y después quitarásme la vida, que agora, por la causa que he dicho, mal contenta de estas carnes se aparta.” Paracelso ruega que se le perdone y se le entienda que en su alma hay pensamientos para aprehender la ignorancia que sus allegados temen, pero más duros son sus deseos para no entenderlas, que para no desobedecer todos los bienes que prefiera negar su voluntad; alega que la duda y el miedo le han dado máximas riquísimas de empleo sobre la humanidad, y no se siente aventajado por la esperanza que le pide cumplir con más altos objetivos como pasa con los hombros y las manos de quienes llevan a cabo los trabajos de Dios.
En los diálogos casi no hay acción; Festo implora a su amigo que no persiga los métodos que a más de un hombre ha orillado a la ruina del alma; Paracelso responde que “tales son los objetivos que la Providencia delante nuestro repara, que poco más que necesario sin duda designe no menos el camino de la alabanza que el deseo de alabar; porque establecer elogias tales con quien sea es el fin y el servicio natural del hombre, y tal elogio es mejor logrado cuando el bienestar general de una especie es vindicado por un producto de ella, pero no por ser aquello el fin ha de ser igual el instrumento.”[i] Festo advierte que quien presta los servicios de la vida a lo que Paracelso entiende como el paradero de las partes principales del alma, se vuelve un instrumento de fuerzas tan ingratas como imperceptibles.
Paracelso tarda diez años en sentir que no ha logrado lo que sus facultades naturales le prometían y tampoco se halló alguna vez relacionado con las empresas grandiosas que deparan a quienes han entregado las potencias del alma a la realización de un solo propósito. Luego de haberse relacionado con un prestidigitador griego, adquiere una cátedra en Basilea; se vuelve intolerante con las enseñanzas de quienes habían trabajado en el mismo camino antes que él. Ha quemado en público los libros de Aecio, Oribasio, Galeno, Rases, Serapión, Avicena, Averroes, y termina por entregarse a la persecución de una vida más decente y alejada de los métodos que antes reinaron sobre cada parte de su juicio.
Hay un cuento donde Kipling dice que en más de una ocasión nos tenemos que enfrentar al hecho de que, en términos literarios, la vida es un mal negocio, e incluso casi siempre una mala historia. Esta misma sensación tenemos al leer la obra de Browning; cada verso es a su manera un poema hermosísimo. Agregaría que, así como muchos hay que estando acostumbrados a ser tolerantes con las ineptitudes y las inhumanidades de sus allegados, no podrían sentir mayor satisfacción de ver que el porvenir de estas personas sea asistido por una virtud más fuerte que por acertar en la desgracia que aquellas personas no pudieron anticipar por ceder más a la esperanza que a la razón.
[i] Such the aim, then,
God sets before you; and ‘t is doubtless need
That he appoint no less the way of praise
Than the desire to praise; for, though I hold
With you, the setting forth such praise to be
The natural end and service of a man,
And hold such praise is best attained when man
Attains the general welfare of his kind—
Yet this, the end, is not the instrument.