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Sobre el olvido de una obra

Sobre el olvido de una obra
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Carlos Álvarez

Quienes están dispuestos a explicar los destinos más oscuros, las virtudes más inalcanzables, los vicios más inamovibles, pueden ir suficientemente lejos como para –en palabras de Montaigne– herirse a sí mismo para dar fe de la honestidad que puede caber en cada una de sus opiniones, o –en palabras de Stevenson– hablar con ideas que estén en la mente de todos los hombres. Es suficiente examinar las máximas que declaramos un día anterior para apreciar que ninguno de nuestros postulados es tolerable siempre por la misma causa; existe un grado incalculable en nuestra conducta y nuestro humor para considerar que nadie puede estar instruido para preservar sus pensamientos con la misma textura que fueron percibidos en estados más benévolos del espíritu. La persona más indecente puede gozar de ser un escrupuloso cuando emplea con honestidad el sentido común para reproducir sus irritaciones y sus detrimentos; este tipo de accidentes han generado todo tipo de opinión desfavorable sobre la sabiduría y ha sometido al entendimiento humano, proporcionado un tipo de gozo, si no lamentable cuando menos despreciable, a hombres más inocentes que tontos.
El sentido nunca ha estado limitado, ni por la complejidad de las comparaciones que podamos hacer entre lo que es justo y extravagante, lo que es bello y digno, lo que es desfavorable y lo necesario, como para que cualquier persona que habite en cualquier parte pueda emplear las nociones más rudimentarias y hacerse de una idea por sus propios medios para despreciar acciones y preceptos que estén por debajo del bienestar general. No me atrevería a declarar que existe un tipo de conocimiento natural que impide que los seres elaboren los más crueles de los esquemas morales, con una constancia que nunca ha gozado la mente para reproducir principios más saludables. Un poco de esta idea se puede apreciar en el optimismo del que la muchedumbre académica hace empleo para reproducir sus esfuerzos para encontrar una obra mucho más simpática que las apreciadas por todo el mundo, y la desafortunada influencia que ejercen los pensamientos de aquellos dedicados a transmitir los conocimientos, quienes siempre han tenido más de una dificultad para entender lo que explican.
No me sentiría cómodo declarando que el olvido de algunos autores, sea Moore, Fray de Granada, los incontables folios de Lope, Lactancio, o de obras como el Flos Sanctorum, puede atribuirse a la falta se sensiblería; tampoco creo que sea decente tratar el olvido como una herramienta ejecutada por la razón de la fortuna; es refrescante, verbalmente hablando, hacer empleo del olvido, la fortuna, los cielos, las suertes, las iras, y los dones, como causas fervientes de los más curiosos hechos de la historia. Borges consideró que a solas los parámetros del buen gusto sabrán por qué a Quevedo se le ofreció menos honor que olvido. Nadie merece someter su lentitud mental, sus predilecciones por algunas animosidades, o su afición por máximas más livianas que probadas, a un esquema de pensamiento que someta la adoración pública a una serie de conceptos fríos e indiferentes.

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