
Efraín Bartolomé
Mi corazón leal se amerita en la sombra.
Tumba y retumba mi tambor interno al presentar este libro de artista en el que Berenice Torres dialoga con mi poema “Corte de café”.
¿Quién es Berenice Torres? Es una egresada de la Facultad de Artes y Diseño de la UNAM, que se desenvuelve entre el grabado, la gráfica experimental, la producción de libros de artista y la investigación sobre estos temas. Trabaja también como curadora, museógrafa y gestora cultural. Ha recibido distinciones y premios nacionales e internacionales y ha pertenecido al Sistema Nacional de Creadores de Arte. Fundó, en 1918, Ediciones Oropéndola, espacio nómada para la experimentación, investigación y producción de impresos a partir del trabajo multidisciplinario.
De Oropéndola salió el libro-objeto que hoy nos reúne. De su ficha técnica extraigo los siguientes datos:
CORTE DE CAFÉ. Poema de Efraín Bartolomé. Libro de artista de Berenice Torres, con 17 grabados impresos en papel nepalés C2 White de 100 gr. Lleva una envoltura con papel nepalés TP Mulberry de 25 gr., y una cubierta de papel artesanal hecho con residuos de café. Dicho papel se produjo en el Museo Vivo de Papel, de La Ceiba Gráfica, ese proyecto quijotesco de Per Anderson, artista sueco asentado en Coatepec, Veracruz. El tiraje fue de tan solo 17 ejemplares, numerados y firmados tanto por mí como por Berenice. Cada ejemplar va en un contenedor hecho con tablillas de cafeto. Una producción de Ediciones Oropéndola. Selva de Niebla, Coatepec, Veracruz. México, 2019.
El libro se presenta en nueve pliegos numerados con granos de café, y los pliegos van sueltos para que su propietario decida si los conserva como carpeta, o los enmarca como un mural.
Quiero contar unas cuantas cosas antes de leerles el poema: un día, poco antes o poco después de cumplir 25 años, vi a mi tío Rodrigo llegar al comedor de la casa paterna, en Chiapas, y mostrarle a mi madre su mano ensangrentada: se había tajado los dedos con el filo de uno de los canastos para lavar café.
Mi tío había sido mi ídolo de infancia: uno de los mejores vaqueros de aquella zona de hombres de a caballo, hábil para amansar potros, para reunir, guiar, curar y herrar ganado grande, y encargado también del proceso de beneficio del café durante la temporada de cosecha. Un hombre con sus características no se permitía sentir dolor. Por eso lo vi llegar así: sonreía al mostrar su mano herida mientras yo apenas podía controlar mi conmoción y mi asombro.
Esa experiencia desencadenó, en los días inmediatos, una serie de sensopercepciones y emociones relacionadas con los arduos cuidados requeridos para que, tras muchos esfuerzos, llegue a nuestra taza el prodigioso aroma del café, su sabor exquisito, y los efectos estimulantes del grano, tan poderoso en sus efectos que hizo decir a Mahoma que después de su primera taza, se sentía “capaz de desarzonar a cuarenta jinetes y poseer a cincuenta mujeres”.
En ese tiempo, sin carretera y sin energía eléctrica en Ocosingo, mi pueblo natal, todo el beneficio del café en aquellos valles a la puerta de la selva lacandona se hacía a mano: cortar, transportar los costales de cereza a caballo, en carreta o en la espalda de los trabajadores, despulpar (separar el grano de la cáscara), esperar dos o tres días a que el grano se fermentara en los estanques para que la cubierta viscosa pudiera ser lavada fácilmente en aquellos canastos de carrizo como el que había hecho sangrar la mano de mi tío; luego poner el café a secarse bajo el sol tropical en manteados, petates o patios de cemento; a continuación escoger (quitar una por una las cáscaras que hubieran quedado mezcladas con el grano después de la molienda). Y recoger y guardar todas las tardes el producto para ponerlo a resguardo de la lluvia; sacarlo al día siguiente hasta que, varios días después, mi padre recogía un puño de café, lo frotaba entre sus manos y, si ya estaba bien seco, se desprendía con facilidad la cascarilla externa, y también una película transparente pegada a la semilla. Mi padre veía aquello y luego soplaba: el polvo volaba y quedaba el café, en oro, en el cuenco de su mano. Después mordía y, si su diente incisivo ya no lograba penetrar el grano, significaba que el café había alcanzado el nivel de sequedad requerida y ya se podía encostalar en aquellos grandes sacos de yute o henequén. Los costales se cosían con grandes agujas de arria y se acumulaban en todos los espacios de la casa y ahí permanecían hasta que llegaba el momento de su venta. Se iban a caballo o en mulas, o en los dos o tres camiones que entraban por una brecha en temporada de secas, o en aquellos aviones bimotores, restos de la segunda guerra, que fueron a terminar sus días en aquella zona selvática.
Así se producía el grano que llegaba a lejanas tierras en grandes barcos mercantes y, procesado con finos tostadores, molinos de calidad y cada vez más sofisticadas cafeteras, servían para estimular los sentidos de los europeos y norteamericanos y, un poco, también, de compatriotas en algunos puntos del país que poco a poco iban desarrollando el gusto por los placeres y las bendiciones del café.
Aquella mano sangrante me llevó a escribir el poema con el que Berenice ha dialogado en el libro que ahora presentamos.
Yo no lo tenía del todo claro, pero en ese tiempo se estaba forjando en mi alma mi primer libro, Ojo de jaguar, que vería la luz siete años después, en 1982, lanzado por las prensas estudiantiles de Punto de Partida, en mi sacrosanta alma mater la Universidad Nacional Autónoma de México.
Al libro le fue inmejorablemente con la crítica y de aquella fecha a la actual, supo ganar lectores: en este país que no lee en general y que la poesía es para lectores tan especializados, Ojo de jaguar se ha reeditado 14 veces y ha merecido ediciones normales, lujosas y lujosísimas.
Pues a ese libro se integró “Corte de Café”: en él encontró su nicho y desde ahí a sus lectores.
Un día, uno o dos años después de su aparición, me detuvo un hombre a la entrada de la Librería Gandhi, la de Miguel Ángel de Quevedo, en CDMX. Me preguntó si yo era yo y cuando le confirmé mi identidad, me dijo que era un milagro encontrarme ese día porque unas horas antes había presentado su examen profesional en la Facultad de Economía, con una tesis sobre el café, y que mi poema aparecía en las primeras páginas de su tesis.
Un día, mucho antes de las redes sociales, recibí una solicitud de permiso de una cafetería de Lima, Perú: querían poner versos de “Corte de café” en las tazas de una cafetería. Luego se repitió el hecho en una cafetería de Tijuana.
Por esas fechas, Consuelo Moreno, dueña de la Editorial Katún, que acababa de lanzar mi libro Ciudad bajo el relámpago, me dijo que don Hipólito Rébora, de Tapachulaa, pedía permiso para poner un fragmento de “Corte de café”, en la contraportada de su libro Memorias de un chiapaneco, a punto de ser publicado por Katún.
La misma editora me dijo que un fotógrafo del Soconusco, cuyo nombre no recuerdo, se había inspirado en “Corte de café”, para hacer un registro fotográfico de los cortadores, en las fincas cafetaleras de la zona; y que se estaban exhibiendo las fotos, acompañadas de los versos, en la Casa de la Cultura de Tapachula.
Vi mi poema reproducido en revistas, periódicos, antologías nacionales y extranjeras, y en sitios no relacionados directamente con la literatura como La Jornada del campo, por ejemplo; o en libros como LA HORA DEL CAFÉ Dos siglos a muchas voces, hermoso volumen ilustrado y coordinado por Armando Bartra, Rosario Cobo y Lorena Paz Paredes: “una narración a múltiples voces, de la transformación que ha tenido el cultivo del café en México en los últimos dos siglos y que ha propiciado también un cambio en las condiciones de vida de la gente que lo cultiva y en el entorno ambiental”, según reza un párrafo del prólogo. Ese volumen especializado se abre con “Corte de café”. Lo editaron instituciones como la SEMARNAT, CONABIO, el INAH, y CONACULTA, entre otros. Un día en que Ignacio March Misfust, entonces director de Evaluación de la Comisión Nacional de Áreas Naturales Protegidas, de México, nos invitó a comer a su casa, me sorprendió regalándome ese libro, publicado en el año 2011 y del que yo ignoraba su existencia.
Leí poemas de Ojo de jaguar en casi todos los estados del país y casi siempre leía “Corte de café”. La audiencia se emocionaba y yo no me di cuenta de que alrededor de ese poema se estaba forjando una leyenda negra: el libro se agotó en su primera edición y un día me alguien me preguntó si era cierto que el libro ya no circulaba porque en él venía “el peligroso poema del café”. “Ya no se encuentra en ninguna parte y sólo pude conseguirlo en fotocopias”, agregó. Le habían asegurado también que el Instituto Mexicano del Café, una institución gubernamental, me había buscado para hacerme una oferta que, como las de don Corleone, “yo no podría rehusar”: o les vendía mis derechos para que el poema ya no circulara, “o me eliminaban”.
Al escuchar tal despropósito, primero me sorprendí y luego me dio risa. Pícaramente le respondí que sí, que era cierto, e inventé una cifra estratosférica por cederle los derechos de mi poema a aquel organismo ya desaparecido. Luego me olvidé del asunto hasta que un día aquella falsedadvolvió hasta mí en su condición de boomerang: en una lectura de la segunda edición, aparecida en 1990, alguien me preguntó cómo le había hecho para recuperar los derechos vendidos. Fue mi oportunidad para aclarar lo falso de aquella leyenda. Pero, como sé bien cómo es el ser humano, es seguro que no todos me creyeron.
Y me podría extender en las anécdotas, pero como el tiempo no perdona, mejor pasemos a la lectura del poema:
Efraín Bartolomé
CORTE DE CAFÉ
I
Miro la masa verde desde el aire
Hierve
Es un gran cuerpo informe
que se agita en un sueño difícil inquietante
Tiembla la furia verde
El sueño manotea viscosidades tiernas
Tiernos odios
Su ciega cerrazón de verde espuma herida.
II
Desde los troncos verdes de los árboles
Desde las piedras verdes donde descansa el musgo
sube el hambre al cafeto que crece
siempre verde
bajo la sombra espesa de otros árboles
De los troncos que exudan olorosas resinas
Desde la arcilla roja que se convierte en cántaro
bajan hombres o sombras a encontrar el café
Deambularán por las largas avenidas del día
Dormirán bajo el frío sucio de los portales
(Qué reguero de muertos bajo la bota pesada del sueño)
Partirán con los vientos del invierno
Hoy he visto una sombra lenta sombra amarilla
ofrecer su trabajo para cortar café
a las puertas de mi casa
Y se ven tantas sombras iguales en la calle
que sabrá amarillento
el café de la tarde.
III
Hoy vi a un hombre sonriendo torpemente
Se destrozó los dedos
recogiendo café del piso de estos días amargos
Con estas mismas manos acaricia su hambre
a la hora del posol
A la hora justa en que alguien bebe café
con restos de esta sangre
Con sangre de estos dedos
Con dedos de estos años
De otros
que son los mismos
En esta exacta hora encendida de rojo
en que un hombre sonríe torpemente
a sus manos con sangre.
IV
El cafetal La sombra La serpiente
Este vapor que ahoga
: húmedo trapo entrando en los pulmones
La tierra en que te vas hundiendo
desde hace cuánto
por quién para qué por qué
Responda la nauyaca
del incierto color de su veneno
Contesta nigua
desde la carne tierna bajo la uña
Talaje Piojo
Escarabajo Chinche Casampulga
De cada moretón
De cada cicatriz en la piel de la vida
Respondan!
V
Qué silencio en el fondo del cafetal
Qué oscuridad moviendo las hojas más delgadas de los árboles
Qué altura truena bajo los pies sobre las hojas secas
Al tallo del cafeto se enrosca el miedo
Arriba
tras la techumbre en sombra de los árboles
el durísimo sol
babea su rabia.
VI
Y quién dice que no vienen del sol todos los males
Y por qué no
si cada red de luz lanzada sobre el mundo
fermenta el malestar
Convierte en larvas los huevecillos de la enfermedad
Hinca la brasa cruel de su cigarro
sobre la piel más tierna
Pero también desangra las lagunas
Adelgaza los ríos
Luye los cortinajes de la lluvia
y hace surgir las gotas de sudor
humana transparencia
como un collar de sal
que a veces da sabor
o cae
sobre una llaga.
VII
Aquel siembra café con sus manos rugosas
Ése poda el café con sus ásperas manos
Otro corta el café con manos primitivas
Manos iguales despulpan el café
Alguien lava el café
y se hiere las manos
Otro cuida el café mientras se seca
y se secan sus manos
Alguien dora el café
y se quema las manos
Otro más va a molerlo
y a molerse las manos
Después lo beberemos
Exquisito
y amargo.