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A Heródoto de Halicarnaso, de Andrew Lang

A Heródoto de Halicarnaso, de Andrew Lang
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Señor.

Sobre tus trabajos y relatos, que industrias dulces son y penas nuestras, que de todo lo dicho sobre bárbaros o griegos, no las discutieran más los hombres de ser ciertas, de lo que las admirarían aunque falsas fuesen. Algunos que entregados estamos al rico oficio de buscar la verdad, nos damos cuenta que ni aun buscando por todos lados menos se halla de lo que se pierde, y que ni aun llegando a donde limita el mundo consigo se hallaría una cosa más acomodada que las que de lejos se aprecian mejor de lo que pudo verse de cerca. Más allá del estrecho de Heracles está la isla de los cimerios a la cual pueden llegar las naos en tres días si algún azaroso viento le empujara para mostrar un ponto del que dicen quienes vivieron antes que las cosas se loaran por ser escritas, que en aquellos lindes posee la gente sabiduría más humana que antigua. Pero sabrá, lector, que soy un impostor de todo lo que un autor pudiera decir de verás y de todo lo que usted pudiera gozar porque así lo dijo quien usted admira, que don Andrew Lang dirigió su carta a Heródoto queriendo enmendar todas las faltas que tuvo con la Hélade la naturaleza, y exaltar la liberalidad que las desocupadas suertes tuvieron con Bretaña la Grande, la cual si de grande apenas tiene la conciencia, más castigo como les dije antes, ha de ser tener que defender día a día el mérito que no menos cierto es porque unos pocos lo conozcan.

Se dice entonces que en aquella isla sopla el viento las diez partes del año, y aunque no sepa la gente cubrirse de los fríos, piadosos fueron los rayos de los soles poniendo a cuesta aquella tierra, y como según se cuenta que muchos mueren gracias a los feroces rayos, y otros por ingerir bebida helada, que si la gente de una nación tiene oficios dignos a pesar de emplear sus glaseados prados en el licor, no creyera que mejor alteza hay en los procederes de ninguna otra nación que esta, tal como dijo don Lope que como no puede llegar la fuerza los pensamientos a no tener un sentimiento más de morir que reparar, más de saber que de porfiar, no creería que el laborioso Támesis pudiera compararse en la grandeza que los ríos de Egipto pudieron ver vindicada por poetas sino los que poco del alma entienden como los cronistas, cuyas mezquinas suertes no conviene vindicar sin antes hablar de la Bretaña.

Junto a mi nao pudimos ver, prosigue Lang, que este río desemboca donde nadie puede que fin tiene, y el mal olor que la pestilencia de sus orillas da entender que no fue la natura licenciosa con su molde, y los cientos de parasangas de su circunferencia podría ser caminados por un hombre que no necesite respirar todos los días o en carros tirados por criaturas que respiran humo y azufre como las que Orfeo menciona en su Argonáutica y de cuyas noticias ha sabido la virtud humana despojarse de sus propios daños. Los habitantes de esta ciudad miraron con asombro cuando pregunté sobre Heródoto de Halicarnaso, y tanto más quiso su curiosidad verse satisfecha por más que no mostraran mis palabras buena voluntad ni mi discurso ser de los que entienden de lo que hablan, que siguieron todos con en la misma búsqueda de los mismos oros, logros y gobiernos que mucho antes de que fueran las cosas hechas ya la razón las entendía. 

Pero tanta fue mi diligencia que no podía quedarme sin hallar quien más instruido fuera en materia de tus narraciones, que llegando con un sacerdote que habitaba en la ciudad donde los de su estirpe existe y pasa a mejor vida y la ciudad que la acompaña tiene el nombre del Vado del Buey. Cuando Io tenía la forma de una vaca pasó por este mismo lugar en sus andanzas, y de ahí proviene el nombre según las noticias que encontré de gente que tiene la certeza de no saber nada de esto. A esta ciudad que yo le refiero se puede llegar por dos caminos, uno por tierra el cual es un día de trayecto para un hombre bien vestido, y otro más por las aguas siguiendo el curso del río el cual es tan asiduo y deplorable como los paisajes más hermosos pueden ser. Existe un pez llamado trucha cuya forma de pescar es la siguiente: es construida una presa para que luego sobre su faz se siente los hombres con una vara con un sedal al final y luego un pececito, andan estas gentes hilando al sol como los poetas de tus tiempos dicen, y no por pocos les exige la industria una paciencia más heroica que inédita, les permiten los cielos tener el contento de la bebida, al fin de todo no podría admitir tener noticias sobre alguno de esos peces siendo atrapados, y menos es de mi agradado investigar de cosa que no sé, sabiendo que es imposible que en mi espíritu tenga lugar la expresión de algo que no conozco.

Hasta aquí tuvo lugar mi piedad por aquella carta, si más gusto tiene el lector de que sus pensamientos lo eleven a tal estado en el que lo más perpetuo no sea ni vano o fugitivo, pues que se adhiera su sentido mejor a pensar en todas las cosas como si respondieran a una suerte de la que nunca nadie ha tenido noticia de haber hallado mediante la razón. Admitiré primero que sobre la primera lectura que hice de aquellas cartas, las comparaciones que Lang hace entre egipcios e ingleses me parecieron cosa más rica, las comparaciones del Támesis con una línea recta y el honor griego con los metales se me hicieron consecuencias más de deleite y don que de error, profesión y artificio; así como los talentos que antes se consideraron aventajados en creces de los que hoy no entendemos ni disfrutamos, del mismo modo creo, que la facultad para ser un buen lector es infinitamente superior a la de ser un buen escritor. No puede haber un solo hombre, dice Séneca, que de verdad le satisfaga el honor que le parecía demasiado grande cuando era objeto de su ambición, y tampoco creo que esté en las manos del ser más virtuoso y decente disfrutar de aquello que desean y las suertes le impiden su realización; creo que Lang es un gran escritor, a duras penas fue lector.

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