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¡¡¡Vive El Santo!!!

¡¡¡Vive El Santo!!!
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Jorge Mandujano

A la memoria de Sergio Emilio Espinosa

(Santo El Enmascarado de Plata) el rito de la pobreza,
de los consuelos peleoneros dentro del gran desconsuelo-que-es-la-vida,
la mezcla de tragedia clásica, circo, deporte olímpico, comedia, teatro de variedad y catarsis laboral.
Carlos Monsiváis
Lo estaban madreando al Santo El Enmascarado de Plata, y mi maestro Enrique no decía nada. El Cavernario Galindo le estaba partiendo su mandarina en gajos. Intentaba quitarle la máscara, y mi maestro, el mejor docente del Sexto Grado de la Escuela Primaria “José María Muñíz, de Jiquipilas, Chiapas, México, no hacía nada. Y yo estaba a punto de bajar desde la parte más alta del graderío del Auditorio Municipal de Tuxtla Gutiérrez, tan sólo para echarle la mano a mi ídolo, a mi entrañable Santo El Enmascarado de Plata.
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Con mi madre, la maestra Marthita Guzmán (ojo, mismo apellido que el de Rodolfo, El Santo), veníamos a la capital de Chiapas cada fin de semana. Mis hermanas estudiaban la secundaria en el otrora Instituto de Ciencias y Artes de Chiapas (ICACH). Yo aún no terminaba la primaria. La vida se me vino encima cuando mi madre tuvo que decidir entre abandonar su parcela y mudarse a la capital o quedarse conmigo allá, solos, en el pueblo y luego que la abuela había partido, si no pasaba el bendito examen de admisión en el ICACH.
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Era una noche que coronaba el verano y mi maestro de Sexto me había invitado a la Lucha Libre, en el Auditorio Municipal de Tuxtla. Mi madre habría aceptado, no sin proveerme de “tu entrada y para lo que se ofrezca… y que gane El Santo”.
El maestro, considerado “el más derecho” ―ya lo dije―, me había convidado al evento que siempre había soñado.
Por eso es que yo insistía ahora: ―“¿Qué, no va a hacer nada?. Le están quitando la máscara y usted no hace nada y me prohibe que actúe. “¡¡¡Lo van a mataaarrr!!!”, gritaba yo; y el móndrigo profesor sin decirme que no pasaba nada.
Allí murió su más alta calificación de honestidad para mí. Finalmente, El Santo se levantó de la lona y le partió la madre al Cavernario Galindo. Sin ir más lejos.
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El Santo era mi amigo, le dije años más tarde a su hijo, El Hijo del Santo, quien, junto con El Hijo de Blue Demon, habían aceptado, con sobrada vocación humanista, la convocatoria del Gobierno de Chiapas ―vía DIF—, para ayudar a los niños con cáncer.
Luego de la función de lucha libre a beneficio, El Hijo del Santo y yo ensamblamos una larga, interminable conversación ―aderezada con líquido ambarino perláceo― que nos condujo a altas horas de la madrugada.
Recuerdo que, tras la lucha, ambos habían asistido a la cena en Casa de Gobierno con sendas máscaras especiales: la parte que normalmente configura el espacio de los labios, era considerablemente más ancha, abierta, de tal manera que les permitía comer y beber profesionalmente.
Por ahí de la medianoche, se dio por concluida la inolvidable cena. Se me pidió acompañar a ambas figuras a su hotel. Por confesadas cuestiones de salud, al llegar al lobby El Hijo de Blue Demon se subió a su habitación, mientras que El Hijo de El Santo y yo decidimos continuar una conversación ―que habíamos iniciado escasas horas antes― ahora en el restorán del hotel que, felizmente, permanecía abierto las 24 horas.
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De lo que me confió, bien hubiera valido una crónica por aparte. Jamás imaginé que me contara tanto, luego de mi inevitable confesión respecto de mi más que admiración, mi devoción de niño por la imagen del máximo ídolo que, sobre los encordados, el cine y la historieta, había domiciliado este bendito país.
Me compartió cotidianidades de mi ídolo: sus filias y fobias. Me narró que, alguna vez y cuando hubo llamado para una película cuyas secuencias tenían que filmarse de noche y al interior de un panteón, El Santo condicionó al director y a la producción a acomodar a su esposa y a sus hijitos mucho más cerca de él que las tumbas mismas de la acción. Que le tenía pavor a la oscuridad, pero que nunca cambió por nada del mundo la luminosidad que le procuraban su mujer y sus hijos.
Creo que la parte más emotiva y providencialmente escapada de los hechos para configurarse literatura, fue su párvula, amorosa crónica de cómo descubrió que su máximo ídolo de la lucha libre, Santo El Enmascarado de Plata, era su padre.
Me contó que siempre le rogó que le hiciera realidad el sueño de estar en la Arena México, gritando y apoyando a su máximo ídolo, El Santo. En respuesta, su padre le ofrecía disculpas por no complacerlo, porque los domingos por la tarde también tenía que trabajar.
No recuerda bien a bien si era día de su cumpleaños o Día del Niño ese domingo que su padre entró en su cuarto para decirle: —“Vístete con ropa ligera y ponte unos tenis, que hoy te voy a llevar a la Lucha Libre. Mi compadre no tarda en pasar por nosotros”.
Así fue. En instantes, el compadre llegó por ellos. Su padre ocupó el lugar del copiloto, mientras que él se sentó en el sillón que quedaba justo detrás de su padre.
Así avanzaron por largas avenidas y calles otrora nunca vistas por él. De pronto, advirtió cómo las calles se fueron haciendo más
estrechas; y luego más y más pobladas de gente avanzando a pie en la misma dirección del auto. Hasta que estalló en pánico cuando vio cómo cantidades incontables de personas rodeaban el auto en que viajaban, golpeaban con las palmas el parabrisas y el cristal lateral, al grito de ¡¡¡Santo, Santo, Santo!!!
Volteó hacia el frente, hacia el asiento que ocupaba su padre, quien ―sin que él se percatara—, se había puesto de antemano la máscara de su máximo ídolo en la Lucha Libre, y quien en esa inolvidable tarde le dedicó su pelea y, poco después, el triunfo asistido por el grito ensordecedor de las multitudes…
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Los niños de mi pueblo crecimos al amparo de Santo El enmascarado de plata. Así, al término de la película bajo aquel enorme galerón de adobe y madera construido por mi padre “por si algún día llegara el cine al pueblo”, partíamos a casa con los restos de asombro que perturbaban el sosiego requerido para bien conciliar el sueño. Y luego la incauta pregunta más allá de la palabra FIN en pantalla: ¿Qué estará haciendo El Santo ahorita, no? ¿Ya se iría a dormir o sigue repartiendo chingadazos en el trayecto hacia su casa?
En sus más de 52 filmes, El Santo peleó contra un universo ecléctico de enemigos, como mujeres vampiro, momias, hombres lobo y extraterrestres. Ya las habíamos visto, pero si volvían en una segunda o tercera vuelta, acudíamos solícitos y veloces de nueva cuenta a la párvula comparecencia con el delirio fílmico. Cintas como Santo vs las mujeres vampiro, Santo en el mundo de los muertos, Santo vs los traficantes de cerebros, Santo contra los zombis, Santo contra los hombres del mal, Santo contra el hotel de la muerte, Santo contra el hombre diabólico, Santo contra las Momias de Guanajuato, Santo y Blue Demon contra Drácula y el hombre lobo y, más tarde, Santo contra el asesino de la televisión, ufff!!! Filmes que domiciliaron cuantas veces quisieron nuestras retinas y tatuaron para siempre nuestros corazones.
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Los niños de México tuvimos en El Santo a un superhéroe de carne y hueso. Lo mismo lo veíamos dos veces por semana en la historieta que firmaba José G. Cruz, más tarde en las películas que dirigía René Cardona, hasta sus brutales, soberbias, amorosas comparecencias ante el cuadrilátero de la Arena México.
Con todo y que estas nos posibilitaron ver al ídolo bien de cerquita, el hecho no dejaba de ser onírico, mítico. Así fue que le pregunté a mi tío Gaspar Peña ―quien vivía en La Gran Ciudad de México― si, por mera casualidad, no había visto al Santo en alguna de las interminables avenidas.
“Ay, hijo ―respondió, con ese tono de qué pendejo sos―, en una ciudad con tanto humo y llena de rateros, qué putas voy a estar poniéndome a pensar quién de todos ellos es el mentado Santo”.
Me le quedé mirando a los ojos fijamente y, sólo pa mis adentros, me atreví a decirle: ―“El pendejo debe ser usted, tío. Para saber quién es El Santo, basta con tener claro que no es ratero, que es bien chingón. Luego, identificar su máscara, su capa y su coche descapotable. Usted sí ha de ser güey”, todavía rematé, mirándolo a los ojos y sin abrir la boca. —Dicen, los que lo conocen, que lo han visto saltar desde la antena de la XEW hasta su auto, su Jaguar ―agregué como dato, para presumir y matizar.
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Andado el tiempo, y cuando volvió a anunciarse al Santo en el Auditorio Municipal, ya no fui con mi maestro Enrique. Desde entonces, registré con puntual memoria: por ese mismo pancracio, desfilarían ―en estricto orden― Huracán Ramírez, El Ángel Blanco, El Rayo de Jalisco, Mil Máscaras, Tinieblas, Black Shadow, El Médico Asesino, La Tonina Jackson, Ray Mendoza, El Enfermero, El Satánico Dr. No, El Solitario, Karloff Lagarde, Dorrel Dixon y el Blue Demon, entre muchos otros, bajo la promoción de Raquel “El Turipache” Coutiño.
A nadie de esos ni a nada le tuvo miedo El Santo, más que a los panteones, como me confió su hijo. Pero también amó en la vida y hasta la muerte a su mujer, por quien también lloró hasta los días postrimeros.
Tras su retiro, El Santo comenzó a hacer actos de escapismo en el Teatro Blanquita y ciudades y pueblos adonde llegaba la Caravana Corona, para hacerse de recursos y no descobijar a su familia.
El día que vendieron el Teatro Blanquita, su dueña Margo Su se presentó a la firma de traspaso con dos testigos de lujo: Lyn May y Santo El enmascarado de plata. Él, ataviado en un traje gris oxford que matizaba el color plata incandescente de su máscara. Ella, desenfadada y con tan sólo milímetros de tela que cubrían con pulcritud ruborizante sus protuberancias.
La formalización de la compra-venta se dio al sur de la Ciudad de México, sobre la avenida Insurgentes (arriba de Pronósticos Deportivos).
Momentos antes de la firma, un famoso reportero amigo mío del mejor unomásuno, que entonces dirigía Manuel Becerra Acosta, se acercó a Lyn May, activó su grabadora y preguntó: “Y usted, ¿cómo le hace para mantenerse en forma? A lo que la protagonista de Bellas de Noche repuso: “¿Yo?, cojo todo el día. ¿Y dígame cómo estoy?”.
Sintiéndose agraviado, el reportero reviró iracundo: “Pues es justo lo que quisiera saber. Y, si se puede, sobre esta alfombra mullidita”. Ni bien había terminado, cuando Lyn May le espetó: “¡Tampoco se pase de ver…! Santo El enmascarado de plata es mi amigo y le puede partir su madre”.
Jamás se imaginó El Santo, ese día de la firma del traspaso, que meses más tarde moriría justo en el legendario Teatro Blanquita, donde su corazón perdió la voluntad de seguir latiendo. Ya ni siquiera terminó bien a bien el acto de escapismo esa tarde. Tras haber permanecido inconsciente por unos minutos en su camerino, fue trasladado en ambulancia al Hospital Mocel, donde fue declarado muerto, al filo de las 7 de la noche de ese aciago 5 de febrero de 1984.
A lo lejos, la gente que hacía fila frente a las taquillas del legendario teatro para la segunda función, fue enterada del deceso del enmascarado y partió a casa con las manos vacías y los ojos llenos de agua.
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A 40 Años de su partida, y a nombre de mi mamita, de mi maestro Enrique y mío, vayan estas líneas para decirle al mundo en voz alta: ¡¡¡Vive Santo El enmascarado de plata!!!

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