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Sobre la necesidad de vindicar opiniones antiguas

Sobre la necesidad de vindicar opiniones antiguas
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Carlos Álvarez

Una apreciación honesta sobre el progreso del intelecto y el establecimiento del irracionalismo podría ofrecernos un panorama en el cual todas las necesidades más primarias no sean poco más que una curiosidad; mientras el espíritu público esté dominado por los fines más oscuros que estables de la imparcialidad, cualquier examen que se pueda elaborar sobre la corrupción están condenada a recurrir a máximas menos útiles que entretenidas.
Un siglo es suficiente para que el espíritu público arroje insensiblemente al olvido las producciones más dignas del pasado; Fray Luis dice en la exposición del Libro de Job que “Ninguno hay tan constante en su ser, que de una hora a otra parezca a sí mismo.” Bacon en su ensayo sobre la “Verdad” nos da entender que cualquier idea que se posea de forma vaga, mediocre y abstracta, no puede estar alejada del todo de su naturaleza.
Madame de Staël consideró que ninguna reflexión apoyada por principios que no contemplan la alevosía y la animosidad de la mente humana, puede tener un peso ni valor considerables para guiarnos a través de la oscura y agradable que hay entre un hombre y otro. Gibbon escribió en el capítulo XV de su “Decline and Fall” que el teólogo puede darse la tarea de describir la potencias y las mercedes tal como descendieron de los cielos; alegó que la labor del historiador es más melancólica, porque debía apreciar cuidadosamente cada artículo de la fe como una inevitable mezclar de error y de corrupción y su florecimiento gracias a seres débiles y degenerados.
De Quincey en su examen sobre los Césares mencionó que la pureza más absoluta y la santidad más agobiante siempre se elevan por encima de los más novedosos barbarismos dependiendo del modo que los principios de una doctrina abracen las imperfecciones de nuestra naturaleza; consideró que las amables aspiraciones estoicismo romano tenía poco que hacer con un sistema como el cristiano, que consintió los errores de una criatura errada y pervertida; previendo este desvío natural de los seres, el cristianismo mutiló la idea de donde perseguir la virtud significaba volver cada vez más inmanejables los principios del bien, y la cambió por una más peculiar en donde la búsqueda del más alto de los bienes significa ser perseguido por el peor de los males; de cualquier modo, tenga una porción de certeza o no la apreciación de De Quincey, el estudio de impresiones antiguas siempre es satisfactorio en la medida que podamos estar al tanto que los deseos más inéditos siempre han permanecido sin ser satisfechos incluso en las mentes más favorecidas, y que los dolores provocados por impulsos elementales siempre han estado faltos de consolación. 
Es cierto que pueden ser labrados más versos de un mal verso que de un acto moderado, pero difícilmente pueden ser entendidos arduos volúmenes cuya aspiración sea la vindicar un juicio que pertenece más a la sofisticación que a la instrucción. Voltaire dijo en su “Ensayo sobre las costumbres” que más vale, para cualquiera que sea el bien deseado o perseguido, evitarnos mezclar lo dudoso con lo cierto y lo verdadero con lo quimérico. Toda laboriosa conjetura no es más que un pasaje mutilado; se ha apreciado que la definición más benévola del progreso es que aspire a ser una limitación de ideas, y no una liberación de ellas.
Los sistemas más completos de felicidad han atendido necesidades tan remotas como el lenguaje y el sentido mismo. Apreciemos el siguiente juicio de Madame de Staël: “entre los antiguos la fatalidad era producto de los dioses, entre los modernos es una atribución al curso de los acontecimientos”, podemos entender que hay un par de cosas que siempre han merecido ser entendidas por encima de otras, y que el albedrío de muchos de nuestros pensamientos debe ser suficientemente resistente para aprehender las máximas de los antiguos cuidar de nuestras inagotables ambiciones, y de nuestras inacabadas esperanzas.

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