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Sobre el repudio de la trivialidad

Sobre el repudio de la trivialidad
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Carlos Álvarez

Con muy poca frecuencia la mente puede disponer de objetos del sentido y la memoria para elaborar la idea más completa que cualquier industria le demande por el motivo que sea. Rousseau dijo en su discurso sobre las artes que donde no hay efecto no se puede buscar una causa; podríamos ir más lejos y declarar que las búsquedas de las causas pertenecen a un ejercicio de magnanimidad que está en manos de muy pocas personas; como afortunadamente cualquier facultad del sentido que pertenezca a unos cuantos es algo más lamentable y curioso, que magnánimo y necesario, podemos apreciar que la búsqueda de causas y de efectos compete más a las aburridas artes de la generalización, que a las inconsistentes facultades de la deducción y del discernimiento.

Antonio de Torquemada en su Olivante de Laura -el cual Cervantes juzgó de grosero y vanidoso- dijo que no habiendo ningún objeto tan próximo a la razón en el continuo trabajo de la vida, que a casi nadie exime de fatiga, desasosiego, consiste en general el día a día en diseñar alivios para el esquema de nuestra y que por ello error, gloria y acierto son un ofuscado laberinto; que a razón de no hallar modo todo hombre de no consentir que sus cualidades son incompletas, no pudieran los vanidosos admitir que ser aventajados de razón no le asegura serlo en bienes, ni esquivador de males. Carlyle en su ensayo sobre Federico II dijo que los libros siempre han sido más caóticos que cósmicos; su idea era que sin la capacidad para prescindir de las “infinitas regiones de superficialidad,” tan desconcertado se halla cualquier motivo para perseguir el conocimiento, al punto que los dolorosos objetos de la nada parecen todo, y las nimiedades de la nada lo son todo.

Alguien que se la pase pensando en los efectos del más nimio de sus procedimientos es un ocioso; quien deposite gran parte de sus esmeros racionales en hallar una causa a una acción, desde la más virtuosa hasta la más nimia, es un desquiciado. Quien sea dueño de la noción del conocimiento como el más elevado de los objetos –idea que actualmente agobia nuestros sistemas de pensamiento- está condenado a ver en los procedimientos más elementales de su vida un compendio de satisfacciones suplementarias. Que la sabiduría es algo digno y virtuoso es otro debate. La trivialidad es la principal enemiga de un vicio, que es a la vez una necesidad, que consiste en buscar incesantemente en todas las formas la evidencia de algo provechoso para la recreación de las regiones más fastidiosas de la mente. En algún punto todos, incluso a quienes tengamos el gusto de considerar “naturalezas más superiores,” necesitan de nimiedades para reproducir una instrucción decente; Browning a su forma llamó en su Sordello “hacedores de temas sin ejemplos”[1], los adores de las causas y los efectos.


[1] Your setters-forth of unexampled themes,

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