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Retorno al pasado / LA FERIA

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Sr. López

Tía Lucrecia, de las de Autlán, duró casada una hora. Rigurosamente cierto. Saliendo de la iglesia fueron a la comida de bodas (mole y mezcal de tequila, nada de banquete). Ahí sentada al lado de su flamante esposo, él le dijo que se levantara y fuera a servirle su molito y se lo llevara. Ella no fue. Él le dijo que tenía que obedecerlo que para eso era su marido. Ella le dijo que le dijera a su abuela (de él), que era de esos tiempos. Y sí se levantó… para irse a su casa. Tan tan.

Mediocre es entre otras acepciones, el que no tiene las cualidades ni capacidades necesarias para la actividad que realiza: hay actores mediocres, sastres mediocres y políticos mediocres.

En política un indicador de mediocridad es que se recurra como fórmula de éxito, a la repetición de acciones anteriores fuera de contexto, bajo diferentes circunstancias.

En el México del siglo pasado, funcionó por seis décadas (de 1934 con Cárdenas a 1994, con Zedillo), la concentración del poder en una sola persona, el Presidente de la república, quien no lo delegaba ni lo subrogaba, sino que hacía recaer la responsabilidad de que sus decisiones se acataran, por un lado, en liderazgos nacionales y en los mandos del partido dueño de la vida política en todo el país, el PRI, junto con el sector obrero, algo también el campesino y mucho menos el popular; y por otro lado, en el plano local, en los gobernadores y la entonces Regencia de la capital nacional, quienes a su vez replicaban esa responsabilidad en alcaldes y delegados.

Ese poder presidencial cuasi absoluto tenía cotas que se respetaban en el plano práctico. La más importante, no designar a su sucesor como decisión personal, sino como resultado de consultas a quienes representaban realmente sectores del poder político, social y económico (no lo respetó Salinas, con el trágico resultado de Lomas Taurinas); otra, pasar a la nada política una vez terminado el sexenio (Echeverría quiso eludir esto y acabó en un exilio disimulado de encargo diplomático).

En el plano teórico, la Constitución era el límite al poder presidencial, pero en teoría quedó y los presidentes charamuscas hicieron con la Constitución, contando siempre con el más obsecuente Congreso que imaginarse pueda.

A cambio, el Presidente era intocable durante su ejercicio y después… y por eso tuvimos paz política en este país de tradición levantisca: todo el siglo XIX menos el porfiriato y hasta 1934, México fue la fiesta de la sangre.

Si algún malhadado día un expresidente es juzgado y encarcelado, México entrará en turbulencias ya olvidadas y quien sea que esté al frente del Ejecutivo, a la vista de la posibilidad de acabar preso, se encargará de revolver el país lo suficiente como para apoderarse del cargo, con ayuda del Congreso, no lo dude, pero dando paso a la violencia política y a otro baño de sangre. Así, con expresidentes intocables, no estamos bien, pero sí mejor que con presidentes que intenten eternizarse en el poder entre asonadas.

El esquinazo político del país fue en el año 2000, cuando el invencible PRI, por la calculada inacción de Zedillo, entregó el poder presidencial al PAN, a don Fox. Juego nuevo. Real competencia política. No solo se acabó la hegemonía de un solo partido sino que se reformó la vida política creando organismos autónomos que son un real contrapeso al poder del Ejecutivo, destacadamente el INE y el INAI, y el Poder Judicial despertó de un largo letargo, asumió su responsabilidad de proteger la Constitución y la constitucionalidad de las acciones ejecutivas. Ahora no pocas decisiones presidenciales topan con pared. Ni igual ni parecido a lo anterior, sin idealizar nada, que sigue pendiente el gran pendiente de siempre, la fiscalización superior, atada a la Cámara de Diputados y obsecuente como siempre… ya se hará, esperemos que pronto.

Y llegó a titular del Ejecutivo alguien que durante largos años pregonó el exacto opuesto de mucho de lo que hace ya como Presidente. El tenochca simplex eso y más aguanta, porque la premisa es que en campaña política se miente. Bueno, cada quien tolera lo que le da la gana.

Pero hay otra cosa que sin declaraciones ni explicaciones, ha intentado, intenta: resucitar la presidencia imperial del siglo pasado, cuando el país estaba en manos de un solo partido. Y como no lo consigue ni lo conseguirá, ataca insistentemente a órganos autónomos y al Poder Judicial, identificándolos como enemigos de su gobierno, de la cuarta transformación que a la fecha nadie sabe bien a bien en qué consiste.

Por supuesto la tentación, ya estando en La Silla, es muy grande para quien sea muy chiquito, mediocre.

¡Qué tiempos aquellos en los que la palabra presidencial era omnímoda y todopoderosa!… los presidentes de antes decían hágase un ferrocarril y ferrocarril se hacía; hágase una refinería y se hacía; inauguraban un aeropuerto y se congestionaba de vuelos nacionales y hasta extranjeros; qué bonito es ese poder… y no sospecha que esos presidentes de antes, antes de abrir la boca, habían consultado a su gabinete y hasta especialistas externos, para ordenar lo que de antemano se sabía posible y conveniente. Un buen ejemplo de esto es el Metro de la CdMx: se hicieron estudios y se evaluaron alternativas de 1958 a 1967; se asoció el gobierno mexicano con el de Francia y se construyó, habiendo escuchado a muchas voces autorizadas; no se levantó ganoso un día el presidente Díaz Ordaz y decretó: ¡Hágase el Metro!, de ninguna manera… y ese sí que era uno de los presidentes imperiales pero no tarugos, eso no.

Los desatinos de este gobierno son consecuencia de la concepción que del poder tiene el actual Presidente, atado a lo que de joven conoció (mal) y anhela: ser un Presidente Absoluto, como remedo de aquellas monarquías que desde fines del siglo XVIII, se vieron obligadas a olvidarse de la autocracia. Y en eso estamos ahora, con la sucesión del 2024 pendiente… pendiente de un hilo si no sale la gente a votar masivamente. Eso o el retorno al pasado.

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