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Realidad por decreto / La Feria

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Sr. López

 

En nuestra risueña patria, sabido es, aún quedan especímenes que padecen una extraña nostalgia por el porfiriato, por aquellos viejos malos tiempos de Porfirio Díaz, que no conocieron, cuando había orden -al precio de la ejecución sumaria de delincuentes o el enchiqueramiento en las tinajas de San Juan de Ulúa, de los opositores-, y junto con eso,  el orden, el respeto, respeto a la autoridad, a la iglesia, al patrón y encima de todo y por si fuera poco, familias como Dios manda.

 

Sí. Y también hay otros que añoran el antiguo régimen del pricámbrico clásico, en el que al barato precio de hacernos todos majes en cada elección (no nos hacían, nos hacíamos, que tontos no somos), había progreso, aparecieron instituciones que ni soñábamos y no teníamos que preocuparnos por el destino nacional, que ese era problema de los presidentes y para eso les dábamos todo el poder, todo, el legal y el “metaconstitucional”, como le decían a que el Ejecutivo podía usar como papel sanitario las hojas de la Constitución o cualquier ley que estorbaran sus decisiones o deseos: todas las instituciones que componen el Estado mexicano, a sus órdenes, Poder Legislativo (levanta-dedos simplex), Poder Judicial (de jueces de barandilla o magistrados de La Suprema Corte, todos pisando quedito para no contravenir los deseos de “arriba”), gobernadores (gatos del Presidente en turno), y los alcaldes que ni pintaban (gatos de los gatos del Presidente).

 

Entre la dictadura de Díaz y el poder unipersonal de nuestro presidencialismo del siglo XX, aparte de la mejora de la vida cotidiana de las grandes mayorías, relativa pero innegable, la diferencia sustancial fue sustituir el carácter vitalicio del poder absoluto, por el poder absoluto con fecha de caducidad. No será mucho pero tampoco es poco.

 

Como sea, lo innegable es que a los mexicanos nos gusta que el que manda, mande y ya sea por pereza o algún síndrome que los sociólogos nos habrán de explicar (mal), no nos incomoda que otro nos diga qué hará con el país para transformarlo en el Edén, pues así nos quita el cargo de conciencia de no ser ciudadanos verdaderos, comprometidos en serio con la construcción de la casa común: México.

 

En pocas palabras, mientras el Presidente dé resultados, a nadie le importa si fue dictador, autócrata, déspota o tirano; nada más revise en serio la biografía política de Juárez y luego trate de explicarse la veneración perpetua de que es objeto.

 

Un Presidente en México puede ser masón, católico, izquierdista, derechista, centrista, y a la par, frívolo, vanidoso, bebedor, lujurioso, ignorante, mentiroso, ladrón (con medida, todo con medida), informal, incumplido, despilfarrador, chillón, berrinchudo,  chocante, amargo y hasta ilegítimo, pero mientras no se ponga en plan de que le endosen la factura de La Silla y deje vivir, todo le perdonamos (aunque a casi todos los echemos al bote de la basura al término de su periodo y a veces, desde antes: de bailar en boca del pueblo no se salva uno).     

 

Lo que no perdonamos los mexicanos al Presidente, de ninguna manera, es que sea  pendejo (no es vulgaridad, perdone usted, pero no es cosa de dar aquí una lección de etología, ni intentar un resumen de ontogenética ni psicología comparada; disculpe).

 

Todo lo anterior aplica a los presidentes estándar y de ninguna manera, a los muy pocos que despiertan en el tenochca la esperanza: esos, quienes alientan la ilusión de que ¡ahora sí!, los que vitaminan el optimismo y reciben verdaderamente, la confianza colectiva, son cribados con navajas. Se espera todo de ellos y no se les perdona nada.

 

Por eso, para no ir a tiempos remotos, Chente Fox es tan despreciado: la gente sí se creyó que él tiró al PRI. El dignísimo peladaje nacional, legítimamente creyó que tenía al alcance de la mano los dinteles de la democrática Gloria, que no habría más que armonía, sería clara la aurora y alegre el manantial: ¡no PRI!, ¡democracia!, ¡progreso!… ¡por fin! Y el esposo de doña Martita resultó ser lo que no le voy a repetir del párrafo anterior. Salió vana la nuez. La gente no le va a perdonar nunca la decepción que causó. Nos arruinó el inicio de un siglo, qué digo siglo: ¡milenio!

 

Ahora que AMLO es para el imaginario colectivo la reencarnación de Moisés, Jesús, El Santo y el Chapulín Colorado, se le advierte: cuidado, mucho cuidado. Ojalá alguien lo ponga frente al espejo: él ha adquirido rasgos mesiánicos para un número inmenso de mexicanos; mucha gente sin decirlo, cree que él puede con todo, que cumplirá todas sus promesas, que no dejará sin atender ninguno de sus compromisos.

 

Tiene más poder que el más poderoso Presidente de la época de oro del PRI, porque él no le debe nada al poder, a ese poder que sí existía, que aprobaba al candidato, lo apoyaba y lo trepaba a La Silla.

 

Los presidentes de antaño, tenían un poder inmenso que resultaba de la operación orquestada en su apoyo de todo lo que compone la estructura política nacional: su propio partido y los demás poderes, los gobiernos estatales y los representantes de las grandes organizaciones sindicales; todos aportaban su respectiva cuota al poder presidencial, y este, el Presidente, retribuía respetando lo que cada uno de los otros representaba.

 

Él a diferencia de todos los presidentes del tricolor, se dio a sí mismo todo: partido, candidatura y triunfo en las elecciones. Demolió el sistema de partidos, los dejó tan, pero tan atrás en las elecciones, que será prodigio si se recuperan de semejante batacazo.

 

La pregunta es cómo reaccionará cuando enfrente la realidad de los imposibles que prometió; que la expectativa social empieza a cambiar a frustración.

 

Hay tres caminos. Uno es pagar el precio de aceptar con honestidad que hay proyectos imposibles; otro es apechugar el desgaste, encerrarse en la burbuja del poder y desacreditar a los que lo descalifiquen y el último, que es fatal y nunca resulta bien, es aferrarse a la imagen que él tiene de él mismo, y tratar de cambiar la realidad por decreto.

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