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La muerte

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Carlos Román García

Salvo la mejor opinión de Roberto Ramos, quien ha añadido a las tradiciones chiapanecas la temporada de entrevistas que le hacen los medios de comunicación del 13 de septiembre, con
los niños héroes, al día de La Candelaria el 2 de febrero, para resolver todo tipo de dudas sobre los temas culturales o históricos relacionados con las efemérides–, los tópicos sobre el día de muertos, en realidad los días, pues como refiere el Calendario del más antiguo Galván el 1 de noviembre es “Festividad de todos los santos” y el 2 “la conmemoración de los fieles difuntos”, con la adición del Halloween, que se traduce literalmente como víspera de todos santos, el 31 de octubre, distan mucho de dilucidar el origen de estas celebraciones, no en su acepción de festejos, sino en la que alude al cumplimiento de un ritual o de una actividad programada. Se suele decir que esta expresión de la cultura mexicana –pocas más se pueden llamar así por ser universales en el contexto nacional, pues suceden en todos lados, de Janitizio en Michoacán a Mixquic, en la Ciudad de México y Romerillo, en Chamula, Chiapas–, es una costumbre macabra donde el temor atávico y natural por la muerte se trasmuta en desprecio y burla, en reto temerario que se sintetiza en una frase que podría estar inscrita en la nopalera donde se posa el águila que devora a la serpiente: para morir nacimos. En la cosmovisión de los aztecas que encontraron el islote en un lugar que está saliendo de la estación del Metro Zócalo, recordado por una estatua frente al edificio de la Suprema Corte de Justicia, donde estuvo la Plaza del Volador y antes la primera plaza de toros, la vida es sufrimiento en tanto incertidumbre:
sólo vinimos a soñar,
no es cierto, no es cierto
que vinimos a vivir sobre la tierra. Como yerba en primavera
es nuestro ser.
Nuestro corazón hace nacer, germinan flores de nuestra carne. Algunas abren sus corolas,
luego se secan.
Escribió Tochihuitzin Coyolchiuhqui, señor de Teotlatzinco. Así que la muerte es una forma de redención, de certidumbre. Los guerreros caminan sin miedo a la muerte; están acostumbrados a combatir en las guerras floridas, no con el afán de matar a sus contrincantes sino de capturarlos, hacerlos esclavos o prepararlos para el sacrificio; dispuestos a ser ellos los capturados, hay un paraíso reservado a los hombres que mueren en combate y a las mujeres que mueren en el parto. Quienes iban a morir en el altar del Templo Mayor con el corazón extraído de su cuerpo vivo, ofrendado a los dioses para salvar al mundo, iban gustosos, el relato de la fundación de Mexico-Tenochtitlan tiene como centro el sacrificio y el autosacrificio: los dioses se sacrifican y autosacrifican para dar origen al mundo y

mantenerlo en movimiento. Como examinó ampliamente Gutiérre Tibon en Historia del nombre y de la fundación de México, Mexico-Tenochtitlan es un nombre dual que representa el universo femenino de Mexico: en el ombligo de la luna y el masculino de Tenochtitlan: en el lugar de las rojas tunas duras, eufemismo para hablar de forma implícita de los corazones latientes ofrendados al sol. La alianza que establecieron diversos pueblos indígenas con Hernán Cortés, de los totonacas gobernados por Xicomecóatl, el cacique gordo de Zempoala –desde entonces el poder inmanente detrás de la permanencia o el cambio de los gobernantes, del virrey de Mendoza al solitario de Palacio–, a los tlaxcaltecas, ocurrió porque eran subyugados por el imperio azteca, que no era afín en sus formas a los imperios europeos feudales, sino al llamado modo de producción asiático, despótico tributario, entre cuyas características estaba el manejo de técnicas agrícolas de gran aprovechamiento de la irrigación hidráulica como las terrazas y las chinampas; un alcance territorial sustentado en alianzas y en exigencia de tributos para sustentar su aparato burocrático-militar, que por el sur llegó hasta El Salvador, donde todavía hay hablantes de pipil, lengua perteneciente al tronco yuto-azteca. De lo que ahora es Chiapas, donde el paso mexica está testimoniado por los topónimos nahuas del Soconusco. Xoconoxco: lugar de tunas agrias; Mazatán: lugar de venados, sin la “l” de Mazatlán incorporada en épocas posteriores; Comaltitlán: lugar de comales, y así hasta casi toda Centroamérica, llegaban a Tenochtitlan plumas de quetzal, joyería de ámbar y pantles (atados de 20 piezas) de algodón, como está asentado en el Códice Mendoza o en la Matrícula de tributos, esta última un libro de 16 hojas de papel amate, pintadas por ambos lados con una lista de pueblos sometidos por la Triple Alianza y de aquello que estaban obligados a tributar. Ese mundo indígena estaba lejos del que idealizaron los liberales decimonónicos quienes arrasaron con la picota buena parte del legado arquitectónico novohispano e iniciaron la vindicación de las civilizaciones prehispánicas, omitiendo los conflictos, las contradicciones y la ferocidad con que los aztecas ostentaban su dominio, o aquellos que contribuyeron al fin del imperio maya incluidas sus más florecientes ciudades. Una prueba circunstancial del terror que despertaban los aztecas en los demás pueblos es la actitud de un grupo de autoridades tradicionales de Chamula: agua espesa, como de adobe en náhuatl, quienes llevaban como guía a Martha Alaminos en un recorrido por el Templo Mayor, espacio que el mundo debe en gran medida a la inteligencia y la sensibilidad de Eduardo Matos Moctezuma, superiores a la de sus ignorantes detractores de ocasión, al ver el tzompantli, las hileras de cráneos que comprueban el sacrificio ritual con todo y canibalismo, como una amenaza en ciernes para aquellos que osaran oponerse al ejercicio de su poder: salieron corriendo de ahí entre cuchicheos y miedo evidente. Coatlicue, Huitchilopochtli, Tlazolteotl y Mictlantecuhtli son dioses de un panteón sangriento, propios de una cultura de la amenaza y de la imposición del miedo como método de control. En la apenas perceptible frontera entre la vida y la muerte cabe la remembranza de los antepasados representados con calaveras de azúcar, a quienes se ofrendan frutas, flores, alcohol, comida, bebida y veladoras en un altar con papel picado, juncia y otros ornamentos. Se visita a los muertos en el panteón, con canto y baile, hartas flores de terciopelo, cempasúchil, nubes y otras. No hay rituales más extendidos ni más prevalecientes; los practican los católicos que
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suman de manera sincrética e inconsciente las creencias bíblicas con otras del medioevo y las prácticas indígenas; los convertidos a alguna de las 200 versiones de cristianismo; los ateos y los agnósticos, pues aluden a una identidad raigal que va más allá de la llegada de los europeos, a la que se han sumado el día de brujas y los desfiles de catrinas y calacas en convivencia con Chuckys y vampiros, derivada de una película del 007 ambientada en la Ciudad de México, que convirtió la ficción cinematográfica en una realidad que empieza a imitarse en otras latitudes. Poner altar, disfrazarse, pedir calaverita o calabacita, tía, llevar flores al panteón, son actividades naturales, más que los festejos cívicos impuestos en el calendario por el poder en turno o la propia navidad y entrañan una familiaridad con la muerte que tiene mucho de conjuro ante lo aterrador de la vida y la inminencia de la calaca, la huesuda, la tía de las muchachas, la pelona. Hubiera modo de platicar o de darle un beso antes de felpar, sin el miedo que llevó a una dependienta de Liverpool a pedirme que me cerrara la chamarra para cubrir la calavera borracha de José Guadalupe Posada que había en mi camiseta, ya que le daba mucho miedo la imagen de la muerte, en cualquiera de sus presentaciones.

31 de octubre de 2022 Ladera del Cañón del Sumidero Tuxtla Gutiérrez, Chiapas

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