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Código Nucú / Lo que permanece

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César Trujillo

 

Cuando nos encontramos con alguien diferente tenemos la tendencia a juzgar y a emitir juicios anticipados. Nos llaman la atención los defectos físicos, las secuelas de las enfermedades o las condiciones que cargan algunas personas. Juzgamos y rayamos en la crueldad para hacerlo. Creemos que burlarnos de los demás es algo común y no reparamos en el daño que estas actuaciones conllevan. Ponemos el dedo en la llaga e incitamos a otros a que secunden nuestras ocurrencias sin importar cuan graves estas puedan llegar a ser.

En el 2011, siendo maestro titular frente a grupo, me tocó trabajar con un niño que sufría de Autismo y otro con el Síndrome de Tourette. Yo entonces ya había padecido el Síndrome de Guillain Barré y había quedado con secuelas para caminar (aún las tengo). Usaba, en ese tiempo, un bastón de un punto que me ayudaba a mantener el equilibrio y a fortalecer las rodillas que habían quedado bastante maltrechas tras la enfermedad. Un día, mientras yo explicaba la diferencia entre mitos y leyendas, mi alumno con Autismo empezó a hablar y contar una historia sobre Quetzalcóatl.

Primero fueron las risas generalizadas de los alumnos que se fueron apagando y que dejaron que esa voz que —rara vez— escuchábamos ilustrara uno de los mitos de la Serpiente Emplumada. Ese fue el primer acercamiento de “E” con sus compañeros que siempre se burlaban de él porque se pasaba la clase entera observando su pluma, la pared o cualquier otro objeto. O bien, porque se quedaba dormido y tenía unos chispazos brillantes donde podía entrar al hilo de la clase y contar una historia o una lectura que tenía que ver con el tema. Yo lo dejaba ser y trataba de ponerle actividades personales. Mi desconocimiento sobre cómo trabajar con esa condición me pesaba y lo único que hacía bien era intervenir y frenar esa ola de burlas que siempre estaba dispuesta a caerle encima, porque las sentía como mías.

Con “M”, y el Síndrome de Tourette, fue distinto. Yo estaba explicando el proyecto a trabajar que, según recuerdo, era sobre las autobiografías. Para ello estábamos investigando a varios autores y fijando fechas de entrega cuanto el prefecto tocó la puerta. Tras él un sonido raro se dio. Tomaron a “M” de los hombros y me dijeron: “Este chico es nuevo. Trae una condición especial y aquí están las sugerencias del Departamento de Psicología. Buena suerte”. Pedí a “M” que pasara. Entró con temor. Nadie decía nada aunque se oían murmullos en la parte de atrás. Pedí guardaran silencio para escuchar a su compañero, pero antes de que pudiera decirnos su nombre emitió un sonido agudo fuerte, movió los hombros hacia arriba y con su puño se rascó la mejilla, para luego inclinar el cuello y moverlo varias veces como un tic nervioso.

Los alumnos se carcajearon y “M” se encogió. Agachó la mirada y dio su nombre tan suave que apenas si pude escucharlo. Clase tras clase explicaba la importancia del respeto, del compañerismo, de ayudar a los demás y de la inclusión. Explicaba hasta que un padre de familia pidió hablar conmigo. Pensaba que se trataba de un asunto referente a las calificaciones de su hija, pero no fue así. Sumamente molesto me pidió que dejara de “lavar el cerebro” a su niña porque ella no era igual a “M”, y que estaba indignado porque tenían a su hija normal con dos niños “anormales”.

Molesto por el calificativo dejé el bastón pegado a la pared y caminé rumbo a la puerta. Regresé. Fui y regresé. Le pedí su opinión sobre mi forma de caminar y dijo, con una mueca de burla, que claramente se veía que era un accidente. Le expliqué que el Síndrome que padecí me dejó en silla de ruedas en el 2009 y que para volver a caminar con una andadera pasaron casi tres meses, cuatro más con un bastón de cuatro puntos y casi un año más con un bastón regular. Le expliqué que los síndromes de los niños no eran tan diferentes al mío pues yo había sufrido varias burlas de alumnos y de los mismo docentes por mi forma de caminar o porque no podía (no puedo aún) correr o brincar; o bien, porque pido ayuda para bajar una grada muy alta o subir a un espacio donde no me siento seguro.

Una semana después se llevaron a “M”: sus padres se habían cansado de tantas quejas de muchos docentes y de la burla del alumnado. “E” se fue después y no supe más de ellos. Ayer por casualidad vi un fragmento de “Front on the class” y recordé a esos chicos y lo cruel que es el mundo para quienes tenemos condiciones diferentes. Hoy, años después y gracias a Mind Up, conocí a otro chico: “N”, que es mi amigo pese a su corta edad. Él tiene Asperger, una condición que los otros niños, por más que les expliquen, les cuesta entender. “N” no sabe distinguir entre el bien y el mal y eso me preocupa, pero sé que está bien. Ahora trato de aprender de todos aunque la cerrazón se anteponga y, en ocasiones, no me deje.

 

@C_T1

 

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