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¡A volar el violín! / La Feria

¡A volar el violín! / La Feria
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Sr. López

Tía Tinita era una mujer de esas que hacen hervir el asfalto al cruzar la calle (o sea: era del lado paterno, del mero Autlán de la Grana, Jalisco). Estaba casada con un tal Lucho, tipo grandote, cuerpo de orangután y cara hecha a marro (daba miedo), líder de un sindicato de algo de la metalurgia cuyo infinito nombre terminaba en “Similares y Conexos”, al que le salía el dinero por las orejas. El Lucho, pasada la primera impresión, era un señor de trato agradable, atento y de conversación inteligente (aunque no hubiera aprobado ni el examen básico de urbanidad del Cuerpo de Granaderos, eso, no). Tuvieron un solo hijo -Luisito-, al que el buen gusto impide describir, pero era gordito y caprichudo gracias a que su sindical padre lo quería en grado 12 escala Richter: todo le daba y todo le consentía. De repente, un mal día, al niño le dio por el violín y desde que inició su estudio fue obvio que su verdadera vocación era la artillería o la lucha grecorromana, cualquier cosa menos la música y mucho menos ese instrumento. Visitar esa casa era una tortura porque tío Lucho hacía que su retoño deleitara a todos con los chirridos que sacaba al sufrido violín. Luego, un segundo mal día, a Luisito le dio por dar conciertos como solista… y tío Lucho gastaba dinerales contratando orquesta y teatro, retacadas las butacas por sus agremiados, que aplaudían como si fuera competencia de romperse las manos. Pero, un tercer mal día, tío Lucho murió, por el imprevisto paso de un ferrocarril de carga sobre su automóvil. La tarde del entierro, tía Tinita echó a la fosa el estuche con todo y violín: -Y tú sacas carrera –le dijo al gordinflón en un tono de voz que no admitía réplica. Casi aplaudimos.

 

Están apenas calentando motores los candidatos (¡perdón!: precandidatos), a la presidencia de la república, y ya se nos advierte que habremos de sufrir 17 millones 919 mil spots sobre tan apasionante asunto (11 millones 184 mil spots de los partidos políticos y 6 millones 735 mil de nuestra más querida institución: el INE). Se salvan solo aquellos que paguen canales privados de televisión, no escuchen radio o vivan bajo el cobijo del Donald Trump (alguna ventaja iban a tener).

 

Otra cosa son los mítines políticos de las campañas electorales (de cualquier candidato, de cualquier partido): si filma usted alguno y lo proyecta en otro país, creerán que en México hay pasión por la política. Ignora este López si en otras naciones se acostumbra rentar asistentes para eventos políticos. Acá es de lo más natural desde hace casi 90 años (y los políticos acaban creyendo que son muy populares); todos lo sabemos, no pasa nada y hay agrupaciones profesionales en el acarreo de muchedumbres, que igual van a un evento de pintos que colorados, aplauden, reciben lo ofrecido, los llevan, los regresan y sanseacabó: torta, refresco, playera, cachucha, morral y a veces, tarjeta de algún súper mercado, a veces.

 

La verdad es que a los integrantes del risueño peladaje nacional nos importa un pito la política y no a todos, pero no a no pocos de los dedicados a tan noble oficio, también les importa poco: los puestos de elección popular en México inician en ejercicios de cuatachismo, relaciones en lo oscurito, llegan a procesos de artificial entusiasmo cívico y culminan en comicios siempre bajo sospecha a pesar de ser vigilados por los mismos ciudadanos (porque los resultados los determinan después el INE y el Trife).

 

Si quiere uno saber qué tanto le interesa la política al tenochca promedio, lo lógico sería consultar la ‘Encuesta Nacional sobre Cultura Política y Prácticas Ciudadanas’ (ENCUP), que hacen la Secretaría de Gobernación (SEGOB) y el Instituto Nacional de Estadística y Geografía (INEGI), pero o la tienen bajo siete cerrojos o la última se hizo en 2012. Chin.

 

También puede intentar enterarse por lo que publican medios de comunicación y empresas encuestadoras nacionales (no, pues, tampoco es cosa de nomás llenarse la cabeza de pájaros).

 

Necio que es el del teclado, encontró un estudio sobre todos los países de América, publicado el 15 de noviembre de 2014 por ‘Infobae’ de Buenos Aires, Argentina, con datos del  ‘Barómetro de las Américas de la Universidad de Vanderbilt’, de Nashville, Tennessee (hecho en 2012)… y resulta que se confirma en exceso lo que percibe uno a puro olfato: nos importa poco la política a los nacidos en esta tierra de hombres cabales (y a 8 de cada 10 habitantes del continente, también).

 

El caso de México es el que nos interesa (¿nos?): 4% de la población participa en campañas políticas (antepenúltimo lugar); intentan influir en el voto de otros, el 6% (penúltimo lugar, seguido por Bolivia). El país más politizado del continente, los EUA con 45,2% de personas que habitualmente tratan de conseguir votos para sus candidatos; México, otra vez penúltimo: 8.2% (al fondo, Bolivia, con el 7.3%).

 

Esto confirma lo que suponemos (sabemos) y ratifica cómo y por qué le hacen los políticos y no pasa nada: porque a los ciudadanos no nos importa un comino el tema, a condición, claro, de poder quejarnos después… y como nos podemos quejar, pues tan campantes. Pero al mismo tiempo dicen los que dicen que saben, junto con el desencanto por la vida pública nacional, crece algo que puede ser un egoísmo colectivo que a nada bueno lleva: cada quien a lo suyo y con que no lo molesten, se da por bien servido.

 

Ha de ser eso, pero olvidan algo los que estudian el letargo y escepticismo por la política: está creciendo la desigualdad y un buen día esa inmensa masa sale a votar, todos a una, y nos montan al primer loco o simpático que les guste, que puede resultar un prócer o un canalla. Cuidado.

 

La solución no vendrá de 90 millones de electores. Es responsabilidad de los actores políticos, de los gobernantes. Dejar asunto tan serio sin atender puede llegar a ser grave. El escepticismo se neutraliza con buenos resultados de gobierno, que la gente vea en vivo las ventajas del buen gobierno. Eso o ¡a volar el violín!

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