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Del perfecto casado

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Carlos Álvarez

Prolegómeno

Nada más oculto del porvenir que el amor, y nada mejor guardado del presente que los bienes. Dicen los hombres que más duro agravio es pretender no sufrir que sufrir de verás, y esta razón la han empleado para decir que ninguna necesidad es suficiente, más no para creer que ningún dolor es necesario. Desuso es hablar de la grandeza de Dios, y tormento atribuirle a su prestigio el mérito de muchas felicidades. Pero hablando de la materia del casamiento, cuya naturaleza pertenece a lo religioso, y la cual es divina por dónde quiera que se le mire, porque tanto en el agobio que los arrepentidos jamás dejan de sufrir, se aprecia la potencia la privativa fuerza de la virtud, como en el cumplimiento que demanda el nombre de este oficio, no abordarle como sacramento y rebajarle a concepto fuese como dar noticias de razones sin dar señales de entendimiento.

Es dicho que halla el hombre gusto en toda edad, y no parecen ser menos diestros en el oficio que en la dignidad. Creo yo que vive el hombre incompleto de sus armas, que no es falsedad cuando se ha creído que sufren algunos por entenderlo todo, y casi a verdad se aproxima cuando se dice que todo lo proveniente al prestigio del hombre es cosa errada o maldita. No puede estar ningún precepto hecho a la medida de todos los deseos, ni puede un deseo depurar el juicio tanto como en otros oscurecer la voluntad. 

Deseo justo de la mujer era arrimarse a hombre honrado que le igualara en su virtud; virtud justa del hombre era librar iras por el cuidado de la mujer que más mérito que pesar le ofrecía. Se guardan algunos en la idea que requiere tanto la mujer del hombre, y otros que es cosa extrañísima la mujer que no es más falso definirla que necesario entenderla, que estar en lo cierto en este tema está tan de sobra que se asemeja a ganar una sangrienta justa en la que solo nosotros quedamos vivos. De nada sirve el honor al que no hay que le aplaudan por más que muchos le justifiquen y comprendan.

Vanidad dice ser que la mujer quiera que el hombre quiera pero de ser en serio vanidad su querencia, como se sujetan los afectos y las imprecisiones a cuanto el cuerpo y el alma ha dado muestras de no poder hacerlo si no fuera todo lo sentido primero honesto y luego errado, acierto es que la mujer quiera y error solo suyo es que del hombre recibirlo pueda. Más es falsedad todo porque no es vanidosa la mujer, ni el hombre torpe como entre ellos determinan sus juicios, y puede probarse que si fin de ella es lucir la hacienda más enorme, la prenda más luciente, o el hombre más aliñado, no es porque el querer por su persona esté primero, sino que es sabia consigo diciéndose: “ninguna inédita virtud puedo añadir a quien me quiera sin antes saber lo que quiero”. Dicen otros que tormento sufre el mundo entero cuando dice la mujer que ella sabe lo que vale; más sabio puede serse para entender lo que no conviene más no lo que es suficiente. Pruébase nuevamente la falsa causa para su desestima, porque como han sido los sabios ignorantes de lo obvio, no puede ser la mujer, cuya vida tiene principio en generosas vergüenzas, sino presa de algún mal conocimiento pues hasta Marcial lo dio a entender, que prevención de la perfección es no ser constante.

Señala el mundo el antojadizo albedrío de las mujeres, pero vana costumbre es advertir el afecto y juzgar luego la causa, y peor hábito es maltratar aquello que nos libra del daño y nos cuida de más insoportables injurias. Fácil es oír a un joven decir “Me ha dejado la mujer, y no hay agravio al que no le sea suficiente saber que sufrir no culpa mía.” Imposible es oírle decir “Mujer buena hice, ahora vive el artificio.” Poco nos dejan agradecer los crueles odios cuando un mal nos cobra don agravio el rédito de futuros bienes. No es Dios desconsiderado de ningún propósito; pues no es ningún obrar faltó de proporciones, de causas, máximas, culpas o encarecimientos; que basta solo observar las desiguales libertades de sus creaciones para notar que la más nimia de las intenciones cabe en el más enorme de los títulos que merecen los de altos oficios. Así pasa con las mujeres que el juicio público les maltrata por ser de condición liviana y de enjutas bragas; verdad es que no pudo ser más liberal la Providencia con el deseo que les dio de querer saber más que amar; juzga vanamente el hombre, porque parece que no aborrece más aquello por lo que a él no se le admira, que cuando una mujer por otro le deja, honrado debiera estar de que preocupóse primero ella en comprobar si verdad le amaba, y ya permitir que alguien más le allane la miseria y las entrañas, no sino preciado acto muy honesta grandeza. Puede decir la virtuosa mujer “Así como envidia de la envidia más lejos de los vicios está de lo que incomprendida honestidad cerca de ser virtuosa, ¿no es mejor recibir el mal de un bien, no todo mal es pequeño cuando por más altos fines se comete?” Repara el antojo de la mujer en más alta enseñanza, dándonos a entender que si es cosa que duele, debiera detenerse a discernir el hombre que tanto le ha prevenido de entender aquello que nadie sabe si les conviene más que a ellos, ni puede ser entendido del mismo modo que ellos dicen que a ellas no les place, que se han mostrado los tiempos siempre adoradores de espíritus con hambre de sabiduría, y no parece haber una mujer que desea saber si de veras ama a un hombre que no haciéndole sufrir de celos cuando otro las ancas le pretende. (…)

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