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A Jane Austen, de Andrew Lang

A Jane Austen, de Andrew Lang
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Carlos Álvarez

Ofrezco hoy una traducción de la carta VIII incluida en el “Letters to Dead Auhtors” de Andrew Lang, más infiel de lo que el desconocimiento de su autor pueda solaparnos, y más rica en artificio que en hecho:

Señora, si los placeres de su actual estado adolecen de una observación de los livianos errores y debilidades de los hombres, no puedo detener mis pensamientos, y acaso pensar en cosa similar permitiera el pensamiento, que sus placeres están incompletos. La solemnidad de una mujer con un talento distinguible que alguna vez se vio entrometida en la literatura, nunca dejará de verse asistida por los placeres de discutir tan raro como delicioso tema, y tampoco se mostraría menos abierta la fortuna ni más liberales las maneras con las extravagancias verbales, que son las razones por las que pretendo transmitir una idea del estado actual de esa agradable arte que usted elevó al más alto grado que la perfección permite tener lugar en las artes.

En cuanto a sus obras, que hasta donde entiendo no les pudo el escarmiento permitirla inmortalidad, poco tengo que agregar que sea verdaderamente alentador sobre una mujer que, entregada a los ejercicios de las letras, fue mucho menos cifrada por la honestidad de la belleza, la cual es símbolo de lo discreto, que por la belleza de la honestidad, la cual es alimento de lo vano. Las ediciones de sus volúmenes sin tapas llamativas nos permitenentender la impopularidad de su nombre, y ni la limpia voluntad de los destinos de sus personajes permiten que sean discernidos con avidez por nuevos entendimientos. No hace mucho que las cartas familiares publicadas dieron duros golpes a los juicios irracionales del que su nombre se alimentaba; desgraciadamente los editores casi nunca toman en cuenta la certificación de algunas ocurrencias, y la atribución de algunos pasajes dio lugar a que los más imprudentes sufrieran por la decepción de no ser recibidos por el humor y estilo que siempre es aceptado sin desconsideración, y los más sabios no dudaron sobre el rico conocimiento que se depositaba detrás de los artificios. A duras penas dio breves charlas personales en sus cartas que dieron gusto a quienes se satisfacen más de los hechos que los principios, y en sus libros fue empleada la sustancia que solamente puede ser extraída de cosas ligeras y de poco momento para dar lugar a un tipo de arte imperecedero. Si no han sido numerosos sus adoradores que entiendan lo que sea noble, han estado entre sus admiradores quienes buen gusto tienen para entender poco menos que lo necesario, que acorde a muchas otras razones de las que no me acuerdo, su gloria compete más a la medida en la que la moderación de una idea pueda ser defendida con indecencia, que a la regla que permita que un elogio inmoderado defienda una buena idea.

No ha sido acometida la virtud con las artes para hacerlas más duras que el tiempo, y que los modales de su época no sean los que respondan a los de caballeros más jóvenes, es la misma idea que ha permitido que a Scott se le juzgue de lento, a usted de remilgada, y a las creaciones más llamativas no se les juzgue en lo tocante y concerniente a reparar verdades y mentiras. Si la existencia de usted volviera a tener lugar, dudo más que no fueran tan regulares sus creaciones ni menos versados sus entendimientos en hábitos nuevos, que toda la admiración general que siempre crea tantos celos como descuidos propios, no volvería a impedir que sus heroínas fuesen creadas con la misma mansedumbre que a más de uno le ha de costar saber que no podía pensarlo por sí solo, ni descrita o delimitada la vida con la misma decencia y fuerza de quien entiende que no hay una sola cosa que en los eventuales porvenires no pueda ser pensada por nosotros mismos, ni el alcance de sus incidentes podría o su correcta gramática podría ser merecedora más de memoria que de discursos largos.

Tendrán los prados, lealtades, menosprecios, los nombres de Emma, Elizabeth y Catherine, que siendo miles de valores medidos por su alteza, y otros miles de merecimientos degradados tanto más por fama que bajeza, que por las preocupaciones que las volvieron ignorantes del tamaño de la crueldad de los derechos que se tienen por nacimientos, ni por sus contemplaciones fueran con tanta beldad compadecidas, así ajenas de pensamientos a los vanos anhelos, allegadas a las dudas ciertas, que a ningún ser pudieron ofrecer mejor conducta de los afectos salvo solicitando la consideración lectora, y elaborando expresiones que defienda un bien para empleo general y el efecto de este bien no pueda ser para nadie más que uno solo. 

Hay princesas vestidas con blanco terciopelo y flor de dorada lis, damas con helados corazones y sin rubor en el tris, que por hileras cuentan sus amantes, sus amores, sus maridos, y casi siempre la aritmética importancia de este conteo no repara tanto en los más excitantes que irracionales volúmenes de virtud que no se puede guardar en este tipo deprobidad; ninguna de estas doncellas se contamina con los casi siempre bien agradecidos ofrecimientos de las calles y del público, que el estudio amoroso que se nos ofrece sobre Fidias, Praxiteles, y Dédalo es tanto más admirable porque no más loado por mera curiosidad que por el recato y el secreto con el que los más antiguos estudios pueden ser aprovechados mediante los cortejos, las desmesuras y las ociosidades que siempre fabrican en los espíritus verdaderas razones y no fingidas palabras; pero de no haber más satisfacciones en las piadosas condiciones de estas damas, y por ello no fueran saciadas las curiosidades que los instrumentos más científicos que morales y menos simples que modernos, pueden con toda la fuerza que la admiración por lo que entre más se observa menos se entiende, no es a fin de cuentas indiscreción de su oficio sino desengaño de nuestro entendimiento.

Nunca la equivocación te asistió con más fuerza que cuando fue afirmado por usted que no puede ser cosa alguna negada con los ojos abiertos, porque haciendo ejercicios insignificantes con algunas mujeres a cuya persuasión cualquier alegoría habría comido más de tres volúmenes bien cocidos, que dar paso a que el tiempo tuviera más oficio con algunos de los accidentes pastoriles y domésticos que de creer que componen la historia universal de la literatura, ha de ser porque la historia casi siempre es tan liviana y culta como ingrata y bien fingida; la resolución que tuvieron dos de sus personajes que luego de besarse, acariciarse, balancearse por una escalera, encontrarse en lugares extraños y fugarse, pudo haber tenido lugar en las palabras de algún otro personaje que así la fábula hubiera estado mejor compuesta de todos sus miembros, y no haberse detenido más en la pintura de un bigote y la suavidad de las mejillas, que todo tipo de malmiradas cortesías, necedades creadas por la necedad, e intranquilidades domesticadas por los celos, habrías dado una obra más rica que solo a tu modo bien entendida. 

No pudiera serle juzgada una escritora que exquisitamente trató los dilatados sentimientos como estrechos y la calidez de algunos pensamientos que siempre origen tieneen la frialdad del alma, por hacer que sus damas se desmayasen por cosas que por doquier se les ve más de un consuelo, que por no abordar la pasión con el innúmero accidente que disciplina cualquier expresión. “Dejemos que otras plumas”, dices, “se centren en la culpa y la miseria.” Dejando atrás todo tipo de sincera noción que más de estorbo funge siempre que están detrás de honestas y generales opiniones, y siento que en esta voluntad se halla el fruto y la fuente de tus fracasos; que la estrechez de las esferas más amplias de la sociedad y la vulgaridad de los círculos más nobles no perjudicasen su popularidad, fuera prueba recordar que rara vez una de sus damas con un título distinguido puede habitar en nuestra memoria por más tiempo del que cualquier otro personaje podría, y muchos otros señores más fáciles de recordar difícilmente se les distingue. Por hoy más deber que deseo es pertenecer a una sociedad, y menos obligación que ambición que los títulos de la actualidad correspondan a nuestras novelas; casi siempre obtenemos señores muy raros que a más de uno desagradaría la idea que una figura humana de ese tipo es intolerable porque es verdadera y a muy pocos les interesaría pensar que casi nunca nos interesan los personajes que se aproximan a lo verdadero y se alejan de lo intolerable. Un crítico comentó haciendo fuerza con decirnos aquello a nadie nunca le importado que se le encubra, que la brevedad de las atenciones sus personajes se dan cuando fomentan actividades lícitas y nada peculiares como invitarse a cenar, y que siempre que uno no acaba de entender lo que el otro piensa, ni el otro de meditar lo que no vale la pena que el otro entienda, terminan por sonrojarse, contener el aliento, y enfriar los aires, y que por ello no es reproche ni alterado juicio sino hecho vuelto letra, decir que sus personajes están elaborados por la tinta de los códigos civiles, y sus porvenires están establecidos a modo que sean sus palabras medio de los deseos de la ley de la iglesia más no consecuencias deliciosas de su honestidad. A los disidentes entusiastas que el alma la tiene abierta para en ninguno de sus restantes días se les cierre, cuyo espíritu se desliza del Budismo Esotérico al Ejercito de la Salvación, del Panteísmo más perfecto al Paganismo más elevado, en vano son buscados en los estudios del carácter y tal parecer que cosa peor que vana sería que de verás fueran hallados; pero por piedad de las ingratas suertes mis palabras empleadas tienen un sonido desconocido para todos y no parece tener sustancia ni razón suficiente para dar alivio de los dolores que dice usted que afligen al alma.

Tus palabras dirían por tu persona que los dolores del alma nunca han sido asunto ni fin de tu escritura, y que no sea esta la preocupación de un novelista, fuera igual que no fuera oficio del hombre ser gente. Recuerdo una sola de tus referencias en todas tus obrasen torno  la creación del universo, lo que repara en la controversia que por hoy es dueña de nuestra atención. Su Jane Bennet exclama “No tengo idea de que tanto diseño exista en el mundo como algunas personas imaginan.” Algunas veces la señora Bennet es una reformadora agraria y protesta amargamente contra la crueldad de “desalojar la propiedad de una familia de cinco hijas en favor de un hombre a quien ninguna suerte ha puesto en alguna mente darle importancia.” En esa actuación tan injusta, Señora, se encuentra su error, porque no puede ser la fuerza y el socorro de las cosas reprendida, odiada o, sufrida, sin que antes se toque la idea y sea alargado con formalidad la forma de las conductas. De hecho, señora, usted nació antes de que el Análisis fuera una empresa decente, antes que la Pasión fuera tan miserable de entender como rica de estudiar, antes del Realismo, el Naturalismo, la Irreverencia, la Apertura religiosa, y ninguna hermana literaria puede ser rivalizada en la mente de una generación perpleja. La pasión de tus heroínas es racional cuando tienen sus mejillas enrojecidas y sus cabellos despeinados, y nos da la idea que los pasos de la virtud y el deshonor no pueden tener lugar en las desventuras que ellas puedan sufrir con todo su corazón.

Hasta aquí, lector, conviene que tenga final esta carta, y creo que mucho más vale odiar objetos ciertos, que entender cualquiera que pueda ser la deshonra que provoquen nuestras pasiones; no creo que la pasión sea el fondo, y el odio la superficie; al contrario, al amor lo tengo, como Montaigne dice, como la forma y el sustento. Así como Lang instó miles de cosas más fáciles de olvidar que de entender, a él aconsejaría aconsejar a los hombres que no se casen con una sola excusa para justificar un solo mal, y al contrario conviene rechazar los males como detrimentos, y sea este un artificio vano o no, que al fin estos procedimientos pruebas nos dan que son capaces de dar efecto y lugar a mejores inclinaciones para robar del conocimiento ajeno lo que sea buen empleo para no considerar ningún mal como miseria. 

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