Ernesto Gómez Pananá
Era una mesa de madera, como de uno cincuenta por uno cincuenta. Yo tendría entonces nueve años y ya la miraba medio vieja, gastada, pero muy maciza, de patas firmes como toda ella.
Estaba al fondo de la casa, junto al altar, en un tejado junto al patio y casi siempre pegada a la pared, arrinconada. Llena de vasijas, de ollas, de moldes de latón y trapos de todos tamaños y colores.
Cada año, en febrero, la víspera del día dos, esa mesa salía de su letargo y se convertía en el centro de actividad de la casa.
Alrededor de ella, un comando de mujeres se daba a la tarea de limpiar el maíz, llevarlo al molino, y ya convertido en masa, verterle manteca y sal y continuar amasando mientras el resto de los ingredientes esperaba ya en la mesa: la hoja de plátano y el totomoste. El chipilín, la salsa y el queso; el mole, la carne, la ciruela pasa, la aceituna y el huevo -los adornos le llamaban-. Todo listo para untar y cerrar.
Mientras todo esto iba teniendo lugar, las participantes platicaban. De la vida, del calor, de los males y los difuntos, de los parientes no vistos y de los recién nacidos. Se bebía pozol o tascalate. Poco a poco, las vaporeras se llenaban de tamales por cocinar.
Comandadas por mi abuela Ofelia, las docenas de envoltorios de hoja pasaban a la lumbre. Una fogata de leña en la azotea esperaba impaciente para terminar de hacer la magia transformando la masa en alimento para honrar q la Virgen de la Candelaria en su mero día.
Mis ojos miraban con asombro la destreza con la que mi abuela extendía la masa blancuzca y brillante, cómo la esparcía por aquella superficie que parecía campo de batalla, como la acariciaba con la mano y le añadía los agregados respectivos.
Recuerdo ese olor único todo el día llenando no solo el corredor sino toda la casa. Recuerdo la emoción de las primeras tandas que eran arrojadas del fuego.
Los nietos nos asomábamos múltiples veces al día, curiosos, expectantes. Deseosos de que el tiempo transcurriera más rápido y se hiciera de noche para hurtar un tamal de chipilín y comerlo de prisa, a escondidas, sonrientes.
Durante varios de aquellos años, mi papel fue el de abastecedor. Temprano seguro ir por la manteca, dos cuadras al sur, a casa de Doña Adela. Más tarde, con don Rubén a la tiendita o más lejos, junto al Cerrito a una operación más compleja: Comprar los frascos de aceitunas, los huevos y las ciruelas pasa, acomodarlo todo en mi bicicleta y rodar a salvo de regreso a casa.
Para eso de las tres de la tarde los tamales estaban listos. La cocina se levantaba y la mujerada corría a tomar un baño y a alistarse para estar todas listas para rezar esa tarde a la virgen, comer todo el mundo sus tamales y de pasada festejar a Ofelia porque era también día de su santo. Su nombre real era Jovita Candelaria pero en tiempos de la revolución su padre le cambió el nombre por el de Ofelia. Antier fue dos de La Candelaria y recuerdo a mi abuela Ofelia. Ya le compartiré estimado lector esa historia en posterior ocasión.
Oximoronas 1. Galimatías cumple hoy seis años desde su primera aparición. Tres con este blog. Gracias a mis amables quince lectores.
Oximoronas 2. Hoy cuatro de febrero, estarías cumpliendo 76 años papá. Mi abrazo hasta el cielo. Cada día te entiendo mejor.
Oximoronas 3. El compromiso para junio son 1.7 millones de votos chiapanecos. Preocupante pensar que con tal de “reportar buenas cuentas”, volvamos a los peores usos y costumbres de la alquimia electoral. Ningún fin justifica sus medios.
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