Por Armando Rojas Arévalo
MANUEL: Caminé y caminé. Pueblos y calles que hacía años no visitaba; a ratos me guarecía del sol inclemente y el calor de 50 grafos bajo la sombra, en alguna tiendita de barrio o en un café. A ocho días que regresé de Chiapas, las escenas que vi aún cimbran mi memoria, aterradoras, dolorosas; de profunda tristeza.
Cientos. ¡Qué digo! Miles de personas prácticamente arrastrando a sus hijos por las calles, vendiendo chicles o agua embotellada, o simplemente lavando el parabrisas del auto a cambio de una moneda. Sentados a la sombra de algún árbol extraviado en estos páramos infernales, con sus hijos cuidando mochilas de ropa y sus poquísimas pertenencias. Ahí desayunan, comen (si hay qué comer) y duermen. ¿Esperando a qué? ¡Nada! Porque nadie les tiende la mano, y porque el gobierno no les va a ayudar a seguir su caravana hacia el norte. Fue un engaño.
Un día, LÓPEZ OBRADOR dijo al mundo que todos los migrantes eran bienvenidos y que México les daría todas las facilidades para que se quedaran aquí. Y el mar de migrantes que quería huir de la violencia, de la pobreza, de las dictaduras y de todas las pesadillas se dejó venir. Hoy caminan, deambulan como zombies en calles pidiendo una moneda.
Los que huyeron de las ratas del Instituto de Migración caminan por carreteras y entran a los pueblos tratando de confundirse con la gente. Los centroamericanos son morenos y hablan como los mexicanos del Soconusco, pero algo los delata después y son echados.
Todos en realidad somos migrantes. Por conveniencia y por necesidad. Nos cambiamos de ciudad huyendo de la violencia o porque nos ofrecieron mejor trabajo. Pero todos somos migrantes, aun dentro de nuestro propio país.
Yo tengo tres hijos viviendo en el extranjero. Se fueron en busca de mejores oportunidades y se las dieron. Una de mis hijas se fue a Estados Unidos a trabajar en una compañía transnacional y al poco tiempo le dieron la residencia. La contrataron en los mejores términos porque es especialista en comercio exterior. Otra se fue a Sudamérica, donde su marido y ella trabajan en empresas multinacionales. Otro se fue a Paris, donde casó, tiene familia y buen empleo.
Son, claro, casos excepcionales, por supuesto. Estudiaron en el extranjero, aprendieron idiomas y se relacionaron bien.
Pero, como ocurre con la marejada de migrantes que dejaron todo, cuando se sale del país de origen en busca de mejores condiciones de vida, sin tener un empleo o al menos una posibilidad, el sufrimiento es terrible. Duerme en la calle, come hurgando la basura, se adentra por caminos perdidos, sufre el desprecio de la gente y la persecución y la extorsión de la policía.
Los centroamericanos son físicamente muy parecidos a los mexicanos y con frecuencia logran infiltrarse en los pueblos; no así los de Haití, los cubanos y los dominicanos que por su color son inmediatamente detectados.
El migrante abandona todo. Todo sea por el sueño de una vida más tranquila y productiva. Deja su casa y a veces deja a su familia. Deja la tierra que trabajaba. Deja años de vida en pos de algo que él piensa será mejor.
En México, decían, el presidente les daría la bienvenida asegurándoles trabajo y documentos para permanecer en el país.
Falso.
Los migrantes son una moneda de cambio que el gobierno mexicano tiene en sus negociaciones con Estados Unidos. “Si no quieres que te los mande todos a tu frontera, ¿qué ofreces o qué me das?”
Los migrantes son un arma en las manos del presidente mexicano. Estados Unidos sabe que se los puede mandar en masa a su frontera para que tiren el muro o las vallas. Sabe que el presidente mexicano puede usar a los migrantes como estrategia para afectar su seguridad nacional. ¡Qué peligroso!
Con todo y esto, al gobierno se le salió de control este problema. Ayer animaba a los migrantes a entrar a México, hoy no sabe qué hacer, porque se han convertido en un arma que podría afectar la soberanía y la estabilidad del propio gobierno. Es el viejo cuento del “tiro por la culata”
La muerte en el “refugio” de Ciudad Juárez destapó la cloaca en el Instituto de Migración. El gobierno mexicano no pudo ni supo acabar la corrupción en ese organismo. Se le revirtió.
Los agentes cobran a los migrantes por dejarlos seguir su camino, o les roban lo poco que lograron sacar al salir de casa. En otros casos, los persiguen y los meten en celdas donde, como en Ciudad Juárez, los encierran y hasta los dejan morir. En otros, si no pagan la cuenta, los agarran y devuelven a su país de origen.
El Instituto de Migración es un nido de ratas miserables, que el presidente no ha podido limpiar en su lucha “contra la corrupción”. El buen juez por su casa empieza, dice el refrán.
La carabina con la que el presidente creyó iba a doblegar a los Estados Unidos, resultó ser de Ambrosio, aquel labriego –según Wikipedia- que existió en Sevilla a principios del siglo XIX. Como las cosas agrícolas no marchaban a su antojo, decidió abandonar los aperos de labranza y dedicarse a salteador de caminos, acompañado solamente por una carabina. Pero como su candidez era proverbial en el contorno, cuantos caminantes detenía lo tomaban a broma, obligándole así a retirarse de nuevo a su lugar, maldiciendo de su carabina, a quien achacaba la culpa de imponer poco respeto a los que él asustaba.
(De acuerdo con Wikipedia, la expresión figura ya en el diccionario de Autoridades de 1729, en los complementos de la voz «carabina». La propuesta legendaria de que la frase “ser como la carabina de Ambrosio” procede de las aventuras de un atracador andaluz del siglo XIX, que asaltaba en los caminos con una carabina que no estaba cargada con pólvora, sino sólo con semillas de cañamones o algún otro tipo de perdigón inofensivo.
El presidente y su gobierno están ya pisan los umbrales del juicio de la historia.