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Tan campante / La Feria

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Sr. López 

“Esto está muy raro”, murmuró el abuelo Armando cuando vio a la prima Olga entrando a la iglesia vestida de blanco; él no entró, nunca entró a un templo, ni bautizado fue. Este menda presenció la boda sin entender qué estaba raro (era niño). 

El sábado pasado, 15 de enero, se cumplieron 400 años del natalicio en París, de Molière, seudónimo de Jean Baptiste Poquelin, aunque la verdad sea dicha, no se sabe cuándo nació y la fecha que se celebra es la del día en que fue bautizado; tampoco se sabe qué significa Molière, ni hay seguridad de que sean sus restos los que reposan en el cementerio de París en que está alojado. Ni modo. 

El teatro como lo conocemos en buena medida lo debemos a Molière, que escribió sus obras conjuntando la tradición del medioevo y el teatro popular italiano (la ‘Commedia dell’Arte’), con influencia del teatro español. 

Su mero mole era la sátira y sus más exitosas obras las dedicó a zaherir a profundidad y con humor impío a los malos eclesiásticos y aristócratas. Dicen que escribió por ahí: “He creído que en mi oficio no podía hacer nada mejor que atacar por medio del ridículo los vicios de mi siglo (…) hacer reír a la gente honrada”. No fue el iniciador de eso que ya las pequeñas compañías de teatro italianas, lucían sobre su entrada la divisa ‘Castigat ridendo mores’ -Castiga riendo las costumbres-, frase atribuida a otro señor francés que no viene a cuento. 

Molière en sus inicios las pasó canutas y hasta cayó en la cárcel por deudas pero para 1658 ya era protegido del rey Luis XIV (el Rey Sol), lo que le valió para pintar un violín al hambre, la excomunión, la censura de la iglesia y los enemigos que le granjeaban sus obras entre los eclesiásticos y aristócratas de costumbres no ejemplares. El poder no tiene defensa ante el humor. 

Es uno de los autores franceses más traducidos, estudiados y reconocidos. En Francia, naturalmente, están echando la casa por la ventana con celebraciones que incluyen, conferencias, exhibiciones, actos de difusión y la representación de sus obras teatrales, transmitidas por televisión, con vestuarios de época y escenografías originales recuperadas; replican el entusiasmo Italia, los EUA, la Gran Bretaña, Bélgica… el mundo occidental, pues. En México la Compañía Nacional de Teatro de Bellas Artes, presentó el sábado a las 12 del día, la obra ‘Las preciosas ridículas’, transmitida por YouTube y ya; austera la cosa pero estamos en tiempos de astringencia cultural, criterio estreñido, seso anémico y cartera electorera; miopes. 

Son no pocas las obras de Molière que merecen ser vueltas a presentar: ‘La escuela de las mujeres’, ‘El misántropo’, ‘El avaro’, ‘Las mujeres sabias’, ‘Don Juan’, ‘El burgués gentilhombre’, ‘El médico a palos’, ‘El amor médico’, ‘Las preciosas ridículas’ y otras más que llegan a treinta, todas muy traducidas y representadas. 

En Francia la Comedia Francesa inauguró la temporada de celebración presentando ‘Tartufo o el impostor’, de la que no pocos (apúnteme), la consideran la mejor. Es una 

obra que hace una fuerte crítica a la hipocresía al grado de que ‘tartufo’ está en nuestro diccionario (el de la Academia de la Lengua), como sustantivo que define al “hombre hipócrita y falso”. 

‘Tartufo o el impostor’ la escribió en versos alejandrinos, de catorce sílabas con dos hemistiquios de siete y acento en la tercera y decimotercera sílaba (como bien sabemos todos y dice san Google); el personaje que hace de impostor se llama Tartufo, un tipo que finge virtudes y piedad ante un burgués (Orgón de nombre), al que quiere desvalijar consiguiendo que cambie su testamento a su favor. 

La intención de Molière era que al verla el Rey, entendiera la indirecta de que lo rodeaban hipócritas que se fingían leales y solo veían por sus intereses, medrando con el poder. Le costó mucho conseguirlo, la policía la prohibió, el arzobispo de París, amenazó con la excomunión al que la representara o escuchara, diciendo que era un ataque a la religión, cuando era y es, solo un ataque a los malos eclesiásticos y poderosos corrompidos que se fingían con éxito, servidores del reino. Finalmente la vio el Rey, le gustó y asunto arreglado, don Luis era un monarca absoluto (no, no Echeverría, no se distraiga, Luis XIV, el Rey Sol), y sus deseos eran órdenes; autorizó su representación y con su nombre original, ‘Tartufo o el impostor’ (porque Molière intentó sacarle la vuelta a las prohibiciones cambiándole el nombre a ‘Panulfo’). 

Si en nuestro país se iba a celebrar el 400 aniversario del nacimiento de Molière con una sola presentación de una sola de sus obras, pareciera de entrada que la seleccionada sería el ‘Tartufo’, sin duda la más afamada del festejado. 

Sólidas razones debe tener la Compañía Nacional de Teatro de Bellas Artes, para haber elegido ‘Las preciosas ridículas’, simpática comedia en un acto que trata de un par de jóvenes casaderas muy ingeniosas que conversan con juegos de palabras y dobles sentidos, a las que se les presentan dos jóvenes pretendientes que ellas desprecian por encontrarlos poco refinados y luego conocen a otros dos que les parecen sofisticados y los dejan requebrarlas, para enterarse al final que son criados de los primeros, que así las ponen en ridículo y en su sitio; argumento absolutamente pasteurizado de cualquier intención política, neutro, inofensivo. 

En tanto que el Tartufo es un juglar, falso, simulador, hipócrita, fingido piadoso que cita a Jesucristo para mejor engañar, fariseo que acomoda la moral a su interés, desleal, embustero profesional, traidor sin fidelidad más que a su persona e intereses, que finge una supuesta pobreza que contradice su prominente panza, engañador siempre presto a negar los hechos y acomodarlos a su perpetua falacia, estafador que logra hacerse dueño de los bienes de Orgón y cuando es desenmascarado y le dicen que se largue o va a la cárcel, amenaza con hacer públicos los asuntos de esa familia, por lo que deciden, seguir viviendo juntos… y Tartufo, tan campante.

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