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Soy el que soy

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Carlos Román García

El diccionario de la academia española intenta definir las palabras con reducciones
absurdas, limitadas al orbe peninsular de su habla, asumiendo como localismos las acepciones propias de otros países, cómo un corsé que intenta contener un cuerpo que se desborda y crece sin cesar, amorfo, más bien polimorfo. El significado que atribuye a la palabra impostor se corresponde con esas limitaciones: “Que se hace pasar por otra persona o por lo que no es”, “que calumnia”. En esa concisión no caben anglisismos como “aquel que bloflea (o blufea)”, el que da gato por liebre, el fanfarrón, el que se da ínfulas, el que exagera, el hiperbólico, el fingidor de Pessoa:
El poeta es un fingidor
finge tan completamente
que llega a fingir que es dolor
el dolor que en verdad siente.
Entre los libros imaginarios que urdió el impostor de esta historia hay uno de prólogos de libros falsos o inexistentes, basado en una idea de Borges, en cuyo prólogo se asientan dos epígrafes, uno tomado de “El inverosímil impostor Tom Castro” del autor y autodidacta argentino:
Arthur Orton (alias) Tom Castro fue condenado a catorce años de trabajos forzados.
En la cárcel se hizo querer; era su oficio. Su comportamiento ejemplar le valió una
rebaja de cuatro años. Cuando esa hospitalidad final lo dejó —la de la prisión—
recorrió las aldeas y los centros del Reino Unido, pronunciando pequeñas
conferencias en las que declaraba su inocencia o afirmaba su culpa.

El otro epígrafe provenía de “El hombre que sabía javanés”, de Alfonso Henriques de Lima Barreto:
En una confitería, cierta vez, contaba a mi amigo Castro las malas pasadas que yo le
había jugado a las convicciones y a las respetabilidades para poder vivir.
Hubo incluso una ocasión, cuando estuve en Manaos,en que fui obligado a ocultar
mi condición de bachiller, para que confiaran más en mí los clientes que afluían a mi
despacho de hechicero y adivino.
Naturalmente, ante su ineptitud para la política, derivada de un cinismo imposible de practicar en los salones palaciegos y de un amor irrestricto por la excelsitud del anonimato, este impostor se dedicó a la literatura y, cómo se aprecia en la retorcida idea de escribir un libro sobre textos y autores imaginarios, prefirió aquella en la que se vende la firma junto con el producto, hecho a la medida del “autor”. Un cliente frecuente le dijo un día, vuelve a escribir el texto que te encargué, pero que parezca mío, así como está de bien nadie va a creer que yo lo hice.
Un amigo suyo, mitómano extremo y por ende escritor, aunque sólo haya publicado un libro cuya edición conserva cuasi íntegra en unas cajas celosamente guardadas, le dijo, en pleno éxtasis alcohólico, que lo autorizaba de manera definitiva y plenipotenciaria a convertir sus mentiras en literatura. La lección que otro amigo suyo, doctor en letras le daba sobre la verosimilitud que deben ostentar los textos de ficción se puede reducir al dicho italiano se non è vero, è ben trovato.
Intoxicado por la lectura de libros equivalentes a aquellos de caballería que enloquecieron al Quijote —dice un siquiatra que estudió en la extinta Unión Soviética que esa es la locura popular más prestigiosa, porque al ser resultado de un proceso cultural simbólicamente elevado (entonces como ahora es escaso el número
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de lectores) se le confiere el poder de un conocimiento vedado a los analfabetas, funcionales o no—, el impostor empezó a creer en las aventuras de Julian Sorel y de Martin Eden como modelos de vida y anunció al mundo, con bombo y platillo aunque su ruido fuera una prédica en el desierto, que era escritor.
Los molinos de viento del fingidor fueron oraciones católicas dedicadas a santos de escaso cartel como el mártir San Tarcisio, sumadas a lecturas aterradoras del Apocalipsis; arengas políticas, radicales primero, por ser las propias de los jóvenes comunistas y pintas callejeras heterodoxas por revelar verdades poéticas o expresiones provocadoras o políticamente incorrectas en lugar de las rectas verdades de Mao o las consignas del día. Luego manualitos de adoctrinamiento marxista-leninista, síntesis de El Capital o comentarios de El 18 de brumario de Luis Bonaparte para obreros y abogados laboralistas. Después discursos para políticos de distintos partidos, tesis con las que hubiera obtenido los títulos que él mismo nunca tuvo y con las que alguno alcanzó Suma cum laude y algotro cierto premio.
En esas lides aprendió retórica, manipulando discursos ajenos sin afanes autorales, deseo de premios o reconocimiento público, mientras escribía poemitas a las musas o urdía textos dos veces clandestinos, pues no se podían enseñar a la nomenklatura religiosa ni política sin recibir a cambio amenaza de excomunión o expulsión. Como el sedimento que deja la avenida de los ríos cuando se desbordan, cierta arena, arenilla, diría un amigo sensible, se fue quedando en la pluma del impostor, quien en la segunda mitad de su vida fue escribiendo en verdad, la obra que en la primera había presumido de mentira.
No le costó trabajo. Haber repetido tantas veces sus historias le allanó la escritura, pues las aprendió de memoria y eran fáciles de recordar siendo las de su propia
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biografía, apócrifa. Otros ladrillos de esa construcción ficticia eran las versiones que llegó a escuchar en boca de desconocidos sobre sí mismo.
Una vez escuchó a un tipo muy ameno contar como propia una anécdota suya —o inventada por él—, añadida con circunstancias nuevas y quizá mejorada. Otra vez un autor consagrado plagió —otra impostura— un texto suyo que había leído como jurado de un concurso sobre el hábito de la lectura. La versión de quien era además su paisano, estaba muy corregida y aumentada, a lo mejor como las canciones de “El Chamaco” Sandoval que Agustín Lara inmortalizó como suyas. “Dios mueve al impostor y este la pieza / que Alatriste o que Bryce la trama empieza”.
Años de juntar sedimentos como el polvo de oro que reúnen los gambusinos lo hicieron formar un pequeño volumen que decidió unir a su otro único libro propio de literatura firmado con su nombre. Circunstancialmente ocurrió un concurso, leyó la convocatoria y se inscribió sin mucha esperanza. Todo impostor acaba por ser un pesimista, o sea, un optimista informado.
El día que recibió el correo electrónico con el anuncio de que era el ganador del concurso, recibió también notas de facebook y twitter donde se le acusaba de plagió, con supuestas pruebas aportadas por una tal Karla Peritovski y por un periodista que tenía como únicas virtudes su redacción correcta y una gran habilidad para las artes marciales y el uso de armas de fuego, estas últimas regularmente usadas en la comisión de delitos que pudieron llevarlo a la cárcel, por los que recibió a cambio sentencias leves con estancias en centros de rehabilitación.
Los organizadores del premio, entre quienes estaba un discípulo de su propio plagiario, dijeron que aunque la mayoría de las denuncias era anónima, otras
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levantaban suficientes sospechas que justificaban anular el dictamen y negarse a la entrega del premio, que sumaba suficientes carranclanes como para saldar algunas deudas —los bancos se dan su modo para perseguir a cualquier deudor, así fuese clonada su personalidad— y la botella de cognac XO que había pedido fiada para festejar.
Otros inquisidores dijeron que el pseudónimo que uso para inscribirse en el concurso ya estaba registrado en Tinder como duquedetorreon@hotmail.com. Ciertamente nunca fue cuidadoso con sus archivos electrónicos ni atendió el consejo que le dieron de no guardarlos en la nube con tanto hacker como hay. Al final un detractor más dijo que él era el verdadero dueño del nombre, como lo corroboraba un acta de nacimiento legal, no como la que le daba a él su nombre, ilegal, pues suplantaba a la verdadera que obraba en el registro civil, en la que estaba su nombre real, que jamás usó.
De no haber sido víctima de esa conjura de necios tampoco habría podido cobrar, pues sus identificaciones oficiales fueron canceladas por haber usado una personalidad ajena y documentos, otra vez, apócrifos.
Pseudo Carlos Román García
Ladera del Cañón del Sumidero, 7 de noviembre de 2022.
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