Carlos Álvarez
Las interpretativas artes de la definición actualmente adolecen de un vicio no menor y muy remoto que consiste en lo que podemos entender como tomar la parte como el todo. El lector deberá ser adecuadamente precavido para no suponer que, primero, no estoy más seguro de poder entender algunas cosas que de poder ignorar las que me convienen; segundo, que nadie que quiera comprenderlo todo, sería incapaz de creer en la existencia de una, para nada indolente, perfección que consiste -a juicio de Fray Luis de León- en que cada una de las cosas que posean nombre estén dentro de nosotros, como nosotros en todo lo demás que se eslabona en la hermosa máquina del universo y “se reduzca a unidad la muchedumbre de sus diferencias.”
Hemos escuchado de las notorias diferencias entre el sexo y el género que gradualmente han constituido un debate suficientemente enorme como para considerar si hay algo verdadero que debatir; si estuviera en mis manos objetar algo en contra de los espurios esquemas de las fraseologías, sería que en el mismo sentido que se adora la designación de nombres cuya especificad excede la gracia que nos puede conceder la parte menos elaborada, perniciosa, y más digna del sentido común como es el lenguaje empleado por los órdenes públicos, es el mismo sentido que nos debería hacer aborrecer el adulteramiento de cualquiera de nuestras muy sólidas aunque aburridas gramáticas. Defender la existencia de un número considerable de palabras para vindicar el estado emocional de un número no tan considerable de personas es un debate intrascendente en cuanto las cualidades naturales que existen en todos los objetos es adulterada. Cualquier sistema moral debe aspirar a ser práctico; un sistema de pensamiento debe aspirar a ser racional; que un sistema de pensamiento sea irracional significa que hay un par de cualidades, y una proporción general, en todos los objetos de la existencia que es más algo perpetuo que natural; que un sistema moral que pretenda deshacerse de la parte poco beneficiosa y tolerante de algunos conceptos, y que busque eliminar las causas de algunas acciones nocivas para un público en específico, significa que se trata de un sistema suficientemente racional para trastornarse en un sistema eventual y desafortunadamente inmoral.
Herbert Spencer pensó que el concepto que tuviéramos de nuestro planeta debía de constituir alguna parte de nuestro estado de consciencia; Spencer pudo definir la Tierra y tener una idea bastante completa como, a su juicio, se podría obtener del mismo modo de cualquier persona; Spencer se atrevió a decir que las cualidades más indirectas de los individuos son algo simbólico porque sabía que lo simbólico puede ser algo ambiguo pero jamás algo irreal. La petulancia de las nuevas moralidades declara ser lo debidamente conscientes de las consecuencias de su propia idea; al declarar que todos los objetos son suficientemente vagos y sugerir que todas las ideas son una cuestión laberíntica nos enfrentamos al hecho sumamente ingrato de que lo obvio no pueda ser algo verdadero. En el mejor de los casos, nuestro desagrado por las laberínticas y sólidas doctrinas que consideran la perfección algo cierto, únicamente prueba nuestra adoración de ideas más insostenibles que innovadores; prueba también que las innovaciones del sentido son más una obsesión que una finalidad que pertenezca a una progresión gradual de una razón honesta y benévola.
A Cardano le pareció mucho más cierta la contemplación del más brillante de los cielos que emplearon los filósofos para declarar la existencia de Dios, y mucho más fantasiosa la explicación que se puede obtener de las elaboraciones de arduas causas que con un poco de ingenio pueden acoger todo tipo de consecuencias. E.M. Forster en su “Abinger Harvest”, criticó a Cardano por ser desagradablemente honesto con los defectos de su carácter y juzgó que ser honesto es insuficiente para las rápidas sucesiones en las que un examen de nosotros mismos es capaz de suprimir las repentinas calamidades y los desastrosos pensamientos que tienen lugar en nuestra mente. El error actual de los métodos que empleamos para diferenciar un objeto elevado de uno inconsistente es considerar, como Forster, que nada es suficiente para distinguir lo que es virtuoso de lo que es vicioso. Naturalmente debemos definir lo que estudiamos; entiendo que existan muchas dudas sobre la idea que decir la verdad nos haga honestos; el debate nunca ha sido si hay una verdad que decir, sino si algún ser medianamente racional es capaz de decir algo que no sea en algún sentido una mentira. Querer definir lo que entendemos, por encima de entender lo que definimos, significa más o menos, que ser honesto no significa decir la verdad, sino decir el menor número de mentiras que sea posible.