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Sobre procurar el menos peor de los males

Sobre procurar el menos peor de los males
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Carlos Álvarez

Cuando nuestras ambiciones se vuelven el objeto principal de nuestros pensamientos es mucho más fácil hallarse en la generosa disposición de justificar nuestros arrebatos más insensibles; en esta hosca apatía, como escribe Hume, no puede hallarse la felicidad más verdadera, ni la sabiduría más concreta. No creo que el ser con las inclinaciones literarias más favorables del que la muchedumbre pudiera obtener historias melodiosamente perfeccionadas, se podría resolver a elaborar la más armónica de las obras sin desear alcanzar cuando menos una porción lamentable de lo que debemos entender como el tipo de honor que es vano, o sin perseguir el mérito que suele ser negado en vida a los enérgicos defensores de las virtudes más primitivas. 
La fría y deliciosa biografía sobre Federico II de Carlyle, es quizá el mejor ejemplo de como las pasiones más elevadas y las ideas menos tumultuosas que pueden estar sujetas al juicio de una mente promovida por el disgusto y la lasitud, no son suficientes para la fabricación de una obra que contribuya al ejercicio más honesto de la especulación. Nadie está facultado para resistir los temores más suntuosos que a toda hora deposita la existencia en las impresiones más livianas sin tener un placer predilecto y un modo de obtenerlo a toda costa y a pesar de nuestras necesidades más primarias y nuestras obligaciones más inevitables.
La idea sobre cualquier destino motivado por las ventajas de cuerpo o de alma que en cualquier era muy pocos poseen más que otros, es tan fácil de trastornar y de adulterar que cual sea el precio que tenemos que pagar por obsesionarse con la elaboración de tranquilos esquemas sobre nuestro porvenir, siempre será mucho menor al que podemos pagar por no suprimir los placeres sensuales del presente. Esta fue la idea de los estoicos; Hume consideró que un libertino no tendría problema con sentir desprecio por sí mismo, si esta actividad puede retribuirle alguna de sus desagradables obsesiones.
Pienso en aquel ejemplo de un hombre que siendo esclavizado por las ambiciosas vanidades de su esposa, preferiría pasar día del resto de su vida en la cárcel de serle prometido que su alma no sufrirá ninguna agresión salvo los ardores padecidos en la soledad; pienso también en aquella esposa que luego de meditar que la muerte de su esposo adultero y ocioso sería el menos peor de sus porvenires, se hallaría más cómoda de confiarle a las secretas resoluciones de las suertes aquella industria, antes de resolverse a cometer una inmoralidad por sus propias manos. Sería natural que aquella mujer de gracias a los cielos motivada por sentimientos en donde nunca lograron hacerse un espacio el afecto o la simpatía; es natural que aquel hombre, una vez encerrado, contemple los estados más deplorables de la existencia como los más tranquilos o cuando menos los más estables.
Nos han dictado los sabios que todo ser debe de aspirar cuando menos a un fin; que este fin esté apegado en mayor o menor medida a los estados de la conducta en donde florecen melancolías y temores con menor medida, depende tanto de los instrumentos que empleemos para prescindir del placer que aquel fin nos pueda prometer, como de la poca esperanza que tengamos de la inminente perdida de dominio de nuestras acciones.

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