Carlos Álvarez
En los no muy favorecidos pasajes de “Vida y trabajos” de Jerónimo de Pasamonte– de quien solo por disputas intrascendentes con Cervantes se ha pensado que podría ser el autor del Quijote apócrifo– declara con frecuencia que no será su menester declarar lo que su deseo pida, y si acaso es su deseo pedir que el menester del lector sea el suyo, que en gran medida de lo que sea que se entienda, cuando menos la obra es solo suya. En el capítulo XII de las Vida y opiniones de Sterne se encuentra un generoso desprecio de no permitirse agotar su propia paciencia y de cuidar suficiente la parte aburrida del sentido como para satisfacer al lector con cosas que, para su mal, solamente a él le gustaría entender: “Como lector tendrá un conocimiento de la naturaleza –porque me disgustan tanto sus peros– no requiero de otro héroe para satisfacerlo y continuar con mi ritmo sin una ligera experiencia de memorias incidentales.”
Algunos consideran que estos pasajes están plagados de voluntarias omisiones de acción y que este tipo de reflexiones e innovaciones van mucho más allá de lo que está en las manos de los principios de las artes para considerar que es bello. Es falsa la idea que se requieren de gallardas melancolías, y de dolores heroicos para elaborar una buena historia; es falso también que el lector pueda entretenerse con amonestaciones del sentido y de todo tipo de involuciones por un largo tiempo sin percibir al menos una sucesión de hechos. Es tonto creer que una obra está más allá de los principios de las artes; de la forma menos irresponsable que mi capacidad puede cumplir con llevar la contraria a ideas inmediatas, es que esto significa que el sentido común es bastante viejo para no prestarle atención, y que la razón es demasiado nueva para no dudar de ella.
En la “Vida de Cowley”, Samuel Johnson juzga estos versos:
Desdeñadas sean leyes que serviles
de saber y orgullo establecidos
a las naturales fuerzas vuelvan viles;
No serán de voluntad enternecidos,
ni aun lector o escritor sean gentiles,
serán al fin de saber entorpecidos.
Johnson considera que el error del escritor, y muy seguramente del todas las personas de una picardía metafísica, es el hecho de perseguir sus propios pensamientos hasta la última ramificación que pudiera tener, al punto que se mezclan con objetos antinaturales e innecesarios para el muy específico contento que se guarda en cualquier sentido de apreciación que tiene todo lector; esto, según Johnson, implica hacer un lado la más causal, piadosa y accesible parte del entendimiento como es la generalidad.
En las grandes obras las partes dignas son pequeñas, y aquellas empresas minuciosas puede ser agradables, pero una vez que aclaman por su propia dignidad se vuelven ridículas. Ruskin escribe en su “Fors Clavigera,” bastante menos severa y dogmática de lo que creemos que está bien que una obra sea, que ninguna persona verdaderamente desinteresada es incapaz de relacionar un tipo de placer especial con un tipo determinado de deber. Un lector debe ser desinteresado para no perseguir sus propias ideas en una obra de la cual en unos años ni el mismo autor tendrá autoridad para conmemorar, defender y mucho menos entender; debe considerar que el placer especial de la lectura es mucho más monótono y oscuro de lo que podría considerar primeramente; quien posea la idea que todo en las artes es una cuestión favorable, y que lo monótono es prescindible de nuestras facultades interpretativas, está condenado a poner todas las fuerzas de su ánimo para convencerse de que una obra es buena y entretenida.