Carlos Álvarez
Deshacerse de opiniones sobre temas que el sentido común ha declarado que no hay otro modo de abordarlos si no es con un poco de decencia y gravedad, nos da a entender que es inútil dedicar los afanes a emplear de la forma más deliciosa que sea posible todos los materiales racionales que la naturaleza nos ofrezca, porque, en palabras de Agustín, ningún hombre ha tenido el buen discurso para expresarse a modo que todos le puedan entender en todo del modo que se quisiera o de la manera en que se pensó que se podría. Demandar que los demás estén conformes con nuestras razones aun siendo ajenos a nuestra experiencia es del tipo de ideas que apartan al hombre de la beneficencia que se puede obtener de los más rudos elementos de la dignidad, de los más indolentes premios que pudiéramos recibir de reprimir una y otra vez la ignorancia, y de la simpleza con la que cualquier inhóspito e inédito objeto de las artes, y aun las ajenas a ellas, tienen una relación armoniosa con algún estado del pensamiento.
Más de una persona no soportaría que alguien de un ingenio más limitado le dijera la poca trascendencia de los conocimientos enciclopédicos, y al momento de atender la potencia de sus motivos y de sus ideas, no podría apreciar, y de hacerlo no podría ser honesta con sus impresiones, el hecho de no entender verdaderamente, como escribió Wells, lo que entiende. Un adorador de las nociones y de las causas debería considerar que cualquier persona debidamente dispuesta a apegarse a los logros de la felicidad y los bienestares, tiene la libertad de obtener la firmeza que le fueron negadas por sus instrucciones infantiles, y también posee el derecho para no abstenerse de entrometerse en la interpretación de todas las cosas que todo el mundo parece entender hasta el momento en el que las miserias rutinarias les demandan un juicio decente sobre ellas. El lector debería tener en la mente las palabras de Fray Luis como si fuesen hechas a modo de prólogo para cualquier idea habida y por haber: “Las cosas que se me ofrecen decirte y las cosas que tus trabajos y tus razones nos piden que te digamos, son de importancia grandísima y no se pueden callar; mas póneme encogimiento para hablar ese mesmo trabajo tuyo, que no consentirá que te hablen.”
No creo que los comentaristas de Góngora, Browning, Dante, Camoens, o Virgilio pudiera haber dado al mundo obras de una composición más alegre; tampoco dieron obras necesarias a pesar de haber hecho una decente. Que sus esfuerzos puedan ser vindicados por una época que adore más la erudición que los argumentos no es algo que me interese determinar. Alguien puede esforzarse especialmente en demostrar que no hay nada más que por nombre suyo el mundo pueda recibir y entender como un favor inédito. Nadie podría prescindir de sus necesidades inmediatas, ni sería capaz de abandonar una industria, sin antes reunir un número decente de certezas de un esquema futuro en el que sea moralmente mejor retribuido y favorecido. Más se le puede vindicar a un hombre el abandono de vanos designios que la persecución de los que generalmente se consideran rectos.