Carlos Álvarez
La naturaleza suele otorgar con mucha generosidad a unos cuantos escritores un tipo de agudeza que suele desperdiciarse en todo tipo de sofistería personal, cultural y doméstica; razón tan sepultada como olvidada es que más gallardo que perseguir las curas y el remedio de los males, hay que saber esquivar primeramente las enfermedades, pues mucho más vale que haya un cerebro que desperdiciar a que hay un alma y cuerpo que sanar. Chesterton dijo que Moore se halla en un estado perpetuo de honestidad temporal; fue más allá de quienes fueron aborrecidos por admirar las excentricidades retóricas; nunca fue menos honesto que excéntrico como para que valiera la pena recordarlo para aborrecerlo. Hay una idea, sino olvidada cuando menos fácil de recordar, que considera que hay algunas cosas que exceden la disposición que puede tener el hombre para entenderles, y que excede la decencia que se puede hallar en el sentido para saber que no hay modo de entenderlas; hay otra idea que consiste en aceptar que las hay algunas cosas cuya brevedad es tan grosera, que pareciera darle vergüenza al sentido deber entender siglos tras siglo del mismo modo cosa alguna que provoque mil errores; hay otra que dice más o menos que como por un rayo de luz súbita parecieran los hechos y las ideas tener semejanza entre sí, que más a un milagro se asemejan las lógicas y sus sentidos, que a error la ignorancia de las grandes cosas. Me he tomado la libertad de enumerar las ideas que George Moore elabora de forma tan rara como deliciosa; ofrezco una traducción de la primera parte de Hail and Farewell, Ave. A Moore le interesa poco el argumento y el carácter de sus narraciones; más esfuerzo se puede hallar en las minucias verbales; sabrán las suertes si empleó el irlandés sus dones en esquemas favorables, y juzgará el lector si fue o no cruel el olvido con su obra.
I
En 1894, Edward Martyn y yo vivíamos en Temple, yo en una buhardilla de King’s Bench Walk, él en una de Pump Court. Para ese tiempo era muy pobre y tenía que trabajar para vivir, por lo que todas las horas de mis días eran empleadas para la escritura de algún capítulo de Esther Waters o de Modern Painting. Después de cenar regresaba a mi trabajo, pero hacia medianoche el deseo de salir para conversar con alguien me invadía; Edward regresaba de su empresa en esa hora; solía ir a Pump Court con la seguridad de hallarlo en su canónico y alto asiento, tutelado por un biombo, abstraído en su libro, su vaso de ron diluido detrás suyo, y una larga pipa de arcilla sujeta de su mano, para hablar de teatro y de literatura hasta las dos o tres de la madrugada.
––Me gustaría saber suficiente irlandés para escribir mis dramas en irlandés. ––Dijo alguna noche súbita hablando fuera de sí.
––¡Te gustaría escribir tus dramas en irlandés! Pensé que nadie había hecho nada en irlandés excepto traer césped del pantano y decir sus oraciones. -Le respondí
Edward no emitió alguna respuesta, hasta que lo presioné, y dijo:
––Siempre has vivido en Inglaterra y Francia, no conoces Irlanda.
––Pero lo hago. ¿No recordaré acaso el irlandés de los barqueros en Loguh Carra? ¿O el padre James Browne predicando de ese modo en Carcanun? Pero nunca escuche de alguien que quisiera escribir en él… ni siquiera dramas.
––Todo es diferente ahora. Una nueva literatura comienza a brotar.
––¿En irlandés?
Mi amigo se hallaba agitado, y mi cerebro revoloteaba con ideas sobre la relación que conserva un poema con la lengua en la que nace.
-Un nuevo lenguaje para para engendrar nuevos pensamientos. -Dije a mi Edward
Sobre la industria de la nacionalidad en el arte uno puede hablar lo suficiente por un tiempo considerable; era pasado de la una en punto cuando bajé a tientas la escalera de una tosca madera que era iluminada por faroles polvorientos, y deambulé desde Pum Court hacia el claustro, merodeando la tienda de pelucas en un rincón oscuro muy parecido a lo que algunos cientos de años después de los templarios solía ser Londres… ¡Allí estaba su iglesia! De pie ante el pórtico tallado, pensé en la feliz casualidad la llegada de Edward Martyn y yo a Temple, ese último vestigio del viejo Londres, “combinando” -como alguien dijo, “el silencio del claustro con la licencia del burdel.” Me complació pensar que Edward fue atraído por la Iglesia de los Templarios, y yo por una amante fugaz.
––Uno se dirige hacia la puerta del sur, esperando que el portero anciano tire del hilo, permitiéndola pasar sin molestar con sus observaciones.
Pero para sacarlo de ahí ella tuvo que llamar a la puerta con el mango de su paraguas, y en el momento que la puerta se cerró detrás suyo, en el Templo no parecía haber nada si no eran silencio y luz de luna: una muy redonda que navegando hacia el oeste dejando caer una fría luz a lo largo del río y la fangosa playa, dejando expuestas algunas barcazas amarradas en la corriente.
––La marea está baja. –Al decirlo me maravillé con los destellos. y los puntos de luz entre los arbustos del jardín, antes de comenzar a maravillarme, con mi propio asombro después de todo, que no era la primera vez que Lambeth veía pasar la luna. Aun el espectáculo de los jardines iluminados por la luna y el río me saciaban lo suficiente al punto de hacerme olvidar mi cama; viendo la blanca antorcha de Júpiter y las ascuas rojas de Marte, comencé a pensar en el alma de la que Edward Martyn dijo que había perdido en Paris y en Londres, y qué tan cierto es que quien sea que abandona la tradición es como un árbol trasplantado a un suelo antipático. Turgueniev fue de esa opinión: “Rusia puede hacerlo sin ninguno de nosotros, pero ninguno de nosotros puede hacerlo sin Rusia.” Una de sus homilías sentimentales que se han vuelto aburridas y probablemente sean ciertas en Rusia, pero completamente falsas en el caso de Irlanda. Es mucho más cierto decir que un irlandés debe volar de Irlanda si desea ser él mismo. A ingleses, escoceses, y judíos les va bien en Irlanda, a los irlandeses nunca. El patriota tiene que abandonar Irlanda para ser escuchado; debemos abandonarla. Hice bien en escuchar a Montmartre. De cualquier modo, una remembranza de la conversación de Edward Maryn no podía ser reprimida. ¿No había sido escrito por mí mismo, tan solo consciente a medias de la verdad, que el arte debe ser parroquial en su inicio para llegar a ser cosmopolita en su fin? ¿No debe ser parte principal del sabor de un poema la lengua con la que es escrito? ¡Si Dante habría seguido su Comedia en latín! Escribió dos cantos de esa forma. ¿O fueron dos estrofas?
––¡Así que Irlanda está despertando finalmente del gran sueño del catolicismo! Caminé por King’s Bench Walk, pensando en lo maravilloso que sería escribir un libro en algún lenguaje nuevo, o en alguno antiguo revivido y adaptado para usos literarios por primera vez. Nosotros, los hombres de letras, siempre nos entristecemos al escuchar que una forma de expresión literario no está disponible para nosotros, o cuando se trata de una empresa que se pueden abordar. Después de abordar el caso de Humbert por algún tiempo, Dujardin y un amigo cayeron en hablar de la increíble industria que habría sido para Balzac, y yo escuchaba en triste silencio.
—Moore está triste. —Dijo Dujardin—. Siempre se entristece cuando oye de algún tema del que considera nunca poder escribir.
––El caso de Humbert siendo envuelto en tal masa de jurisprudencia francesa es… ––Y ellos rieron de mí.
Pero en el Templo, en las piezas de Edward, había oído en mi propia parroquia de una nueva literatura que estaba emergiendo, y de inmediato comencé a dudar si la libertad que la muerte de mi padre me había brindado era una absoluta bendición.
––El talento que traje al mundo debió haber producido una un fruto más raro de haber sido cultivado con menor diligencia. Ballinrobe o la Nouvelle Athènes, ¿cuál?
La amargura de mi meditación fue de alguna manera alviada al recordar que quienes permanecieron en Irlanda no habían escrito nada valioso que no fueran cosas miserables, ni una sola novela seria, solo amplias farsas. Lever y Lover y algún rudimento, un campesino cuyas obras había examinado una vez sin que su nombre me fuera posible recordar. ––Es extraño que Irlanda haya producido tan poca literatura, habiendo un pathos en ella, en su gente, en sus paisajes y en sus ruinas.
Esa noche deambulé en mi imaginación de castillo en castillo, siguiéndolos de ladera en ladera, por el largo de los bordes del lago, subiendo por una escalera construida entre el espesor de muros y murallas, recordando que el Castillo de Carra debió ser un lugar grandioso hace unos cuatrocientos o quinientos años. Solo permanece el centro del castillo; las ruinas cubiertas de espinos y avellanos cubren el promontorio; aunque grandes hombres debieron salir del Castillo de Carra; el Castillo Island y el Castillo Hag fueron defendidos por hachas de batalla y espadas, y estos fueron empuñados tan gallardamente, de isla en isla, por toda la orilla de mi lago, tanto como estuvieran en los dominios de los muros de Roma. ¿Pero de qué sirven estos hechos si no hay cronistas que los relaten? Los héroes son dependientes de los cronistas; Irlanda nunca produjo uno solo, solo un par de bardos bastante tontos, pero ninguno que esté a la altura de Froissart; pienso en mi amigo allá en Pump Court escribiendo a lado de la ventana una historia de su época en la profundidad de alguna muralla del castillo. Esas son el tipo de cosas que él podría hacer, y además las haría bien porque es esmerado. Una historia heroica de ladrones que partieran del castillo de Carra y retornaran con ganado y una hermosa mujer sería más de lo que él podría llevar a cabo. Había oído de Grania por primera vez aquella noche, y ella debió haber escrito algo; nada sobre mí, porque solo aquello que mi ojo ha visto y mi corazón ha sentido me interesa. Un libro sobre el turbulento Castillo Carra serían invenciones meras cela, ne serait que du chiqué. Debería ir tras la huella de otros mercaderes de Camelot, Scott, Stevenson y similares. ¡Pero la Irlanda moderna! ¿Que hay en ella de importante como tema de tratamiento artístico?
Y como un fantasma, silenciosamente esta moderna irlanda se deslizó en mis pensamientos, ruinosa como su versión antigua; aun más incluso, porque además de estar vestida con las ruinas del siglo XIII, también porta las ruinas de cada siglo posterior. En Irlanda tenemos ruinas de hace varios siglos erigidas de un lado a otro, del siglo quinto al octavo. Junto a las del Castillo Carra se encuentra las ruinas de una casa moderna a donde partieron las cabezas del Castillo Carra cuando en el bandolerismo llegó a su fin; la vida que era vivida allí es evidenciada por un gran zorro de piedra en medio del patio; evidenciada porque en los últimos años el zorro y dos perros de gigantesca estatura en ambos lados de la entrada fueron derribados.
Cuando era un niño solía ir con mi madre y mi institutriz al castillo de Carra a beber leche de cabra, y hacíamos picnic en el gran salón de banquetes cubierto de hiedra. “Si alguna vez la novela que sueño es escrita, como Ruina y Maleza debe ser descrita.” Castillos en ruinas en un país lleno de maleza; en Irlanda hombres y mujeres mueren sin tener conocimiento de las cualidades con las que vinieron al mundo, y recuerdo aquellos que hace mucho tiempo conocí vagamente en fragmentos y como uno es capaz de recordar las imágenes: el color del cabello de una mujer joven, el encorvamiento de una anciana, la corpulencia de un hombre; luego un grupo de campesinos pasó a mi lado: Mulhair es fácil de reconocer por su barbilla sin afeitar, Pat Plunket por su voz; Carabina por sus ojos, y a esto prosiguió el recuerdo de un viejo sirviente, Appleby, su cuello sin almidonar y la levita bastante grande para lo que él debía emplear, y su disimulada aversión hacia los demás sirvientes, especialmente hacia las criadas viejas.