Sr. López
La abuela Elena contaba anécdotas de un tío suyo, Cleto, casi todas hilarantes y algunas increíbles como aquella de que fue al rancho de un vecino a pedirle casarse con una de sus hijas y cuando el señor le preguntó cuál, le dijo que cualquiera, la que le diera si ella aceptaba, que igual iba a tener hijos y acabar peleado. ¡Vaya!
Así como no hay un método infalible para educar a los hijos o para tener éxito en el matrimonio, no hay regla ni fórmula inequívoca para designar candidatos a la presidencia de la república desde la presidencia de la república.
No es trabalenguas. Se refiere este menda al caso de los presidentes de la república cuando deciden quién será su candidato a sucederlos en el cargo, sin dejar de advertir que no es cierta la conseja de que tan importante decisión la adoptaban ‘in pectore’, individualmente, en secreto, por su propia voluntad y por encima de todo y todos. No.
Eso parecía en tiempos del viejo PRI absoluto, porque en el partidazo se mantenía una férrea disciplina política hija, primero, de cuando el orden se imponía a balazos y luego, del ostracismo político automático que padecían los insumisos.
La realidad es que al menos desde la sucesión de Lázaro Cárdenas, los presidentes nombraban a sus candidatos a sucederlos, como resultado de consultas y un fino juego de alianzas. No es que ocultaran ‘en su pecho’ la decisión tomada, es que no había decisión hasta encontrar al candidato que aceptarían todos aquellos que tenían peso político propio y solo ellos que el resto, se disciplinaba a querer o no.
No vale mucho la pena revisar el pasado. En el siglo XIX el país vivió entre cuartelazos, alzamientos y dictadores; y en el XX, una vez finiquitado el Maximato, de Lázaro Cárdenas a Salinas de Gortari, seleccionar al candidato a la presidencia equivalía a nombrarlo Presidente: la maquinaria del PRI de entonces era invencible y en las elecciones no creían ni los niños de pecho.
Rompió Salinas de Gortari con los usos del poder, impuso su decisión y así le fue: le mataron a su candidato y se erradicó el “salinismo”. Luego ya sabemos qué pasó: Ernesto Zedillo entró al relevo, declaró su “sana distancia” del PRI y respetando al INE (entonces IFE), allanó el camino al arribo del PAN y por fin, México tuvo procesos electorales presidenciales válidos, confiables y una real alternancia en el poder resultante de los votos.
Nuestro actual Presidente confundió o ignora la diferencia entre legalidad y legitimidad. Por supuesto asumió el cargo legalmente, con mayor votación que ningún otro y con una popularidad que al arranque de su administración parecía un delirio. Sin embargo, en política, la legalidad no da legitimidad.
La legitimidad en general, resulta del correcto ejercicio del poder y en México, de eso y de la conducción del proceso sucesorio, porque hasta la más absoluta abstención a intervenir en él, es una manera pasiva de intervenir, como hicieron Zedillo y destacadamente Peña Nieto, con resultados iguales: sus opositores políticos obtuvieron el triunfo.
Y eso, precisamente eso, el manejo de su sucesión es a fin de cuentas el mayor desafío político que enfrentan nuestros presidentes -al menos los actuales-, porque lo deben resolver bien y a la primera, sin ninguna experiencia en algo que por única vez harán en su vida. Muy difícil. Y tan difícil que lo aconsejable para ir a la segura, es abstenerse de intervenir, sujetarse a la ley y que venga lo que venga. A Peña Nieto le salió bien hacer eso, nada, mire usted -si duda-, el casi explícito respeto que le tiene López Obrador.
Así las cosas, pareciera que el actual Presidente no digirió nunca su arrollador triunfo y que ya en su quinto año de gobierno, siguiera convencido de que puede hacer lo que le plazca con el respaldo de más de 30 millones de mexicanos que votaron por él. Y si no es eso, entonces, una de dos: o cree posible el renacimiento de la presidencia imperial de antaño, la que presenció en el “echeverriato”; o simplemente sí tiene tendencias autoritarias. Usted decida.
Lo cierto es que inexplicablemente, precipitó su proceso sucesorio exageradamente, en 2021, el 5 de julio, antes de cumplir tres años su sexenio, dio el pistoletazo de salida, dando nombre y apellidos de quienes podrían “encabezar los esfuerzos del movimiento en la consolidación de la Cuarta Transformación (…) es el pueblo quien va a decidir, ahora del flanco progresista liberal hay muchísimos como Claudia (Sheinbaum), Marcelo (Ebrard), Juan Ramón de la Fuente, Esteban Moctezuma, Tatiana Clouthier, Rocío Nahle, bueno muchísimos, afortunadamente hay relevo generacional”.
Lo malo es que o no lo aconseja nadie o a nadie oye. Esa anticipación, lejos de servirle para aquilatar los méritos de los posibles candidatos y su actitud al saberse entre los posibles sucesores, causó un desgaste interno de su partido-movimiento y un enfrentamiento soterrado entre los que mencionó. Es tanto lo que hay en juego que se necesita ser un espíritu puro para ahogar la ambición personal y dar paso al patriotismo (no se ría).
Al paso de los meses y años, la lista de posibles sucesores la depuró el Presidente y quedó en tres: doña Claudia; Adán Augusto López, su secretario de Gobernación emergente; y Marcelo Ebrard, canciller y relleno, porque eso es en la lista, relleno.
Sujetó el Presidente a todos sus pre-nominados al resultado de una encuesta que realizará Morena, encuesta que tiene sabor a burla: es imposible que la gane quien no quiera el Presidente, jamás. Doña Claudia está encantada de la vida porque se sabe favorita. Adán Augusto el siempre leal, ya soltó la sopa de que en el caso de la candidatura a Jefe de Gobierno de la CdMx, “hace cinco años Monreal ganó la encuesta, pero perdió en Morena la nominación”. Y Ebrard cada vez está más inconforme.
El resultado es que a la hora de la verdad, los lastimados de este proceso pre-sucesorio tan largo, jugarán las contras y ahora todos tienen lo que no tenían, la oposición, esperanza y Morena, pleito.