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No matemos a la muerte / Al Sur

No matemos a la muerte / Al Sur
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Guillermo Ochoa-Montalvo

Querida Ana Karen: No matemos a la muerte mexicana, a esa muerte nuestra un poco indígena, un tanto mestiza. Dejemos que los sabores, colores y sonidos de MIQUIXTLI llenen nuestros sentidos; evitemos que sean profanados por las otras muertes, distantes y ajenas a nuestro MICTLÁN, a la pelona, la calaca, la tilica, la catrina, la huesuda, parca, flaca o como quieras llamarle a esa muerte que nos pertenece.

Respeto el Halloween como una tradición anglosajona de aquellos celtas quienes, hace dos mil años celebraban el retorno de los espíritus en Irlanda y por ello se disfrazaban para no ser tomados por tales espíritus. Pero la nuestra, nos viene de Quetzalcóatl de cuando viajó a Mictlán para pedir a los dioses de la muerte MICTLANTECUHTLI y MICTLANCÍHUATL, los huesos de los muertos para darles nueva vida con su sangre.

La nuestra, ahora también lleva el signo de la cruz; tiene aroma de café con aguardiente, de flor de ZEMPAXOCHITL (cempasúchil) que conduce a nuestros difuntos al convite en la casa, donde el altar espera su llegada. Ahí, podrán reconocer el olor de la propio hogar, para sentirse a gusto, para disfrutar la estancia en el lugar de sus recuerdos.

Nuestros difuntos siguen la huella de los aromas. Enciende el SOMERIO O INCIENSO, para fundir ambos olores, llévalos al exterior, para identificar el camino que los traerá de vuelta al hogar. Su olfato, nuca lo pierden. Eso nos enseñaron nuestros abuelos que lo aprendieron de sus bisabuelos. 

Para los mexicanos la muerte no es el fin. Cuando leas a Octavio Paz sabrás que “la muerte no era el fin natural de la vida, sino fase de un ciclo infinito. Vida, muerte y resurrección eran estadíos de un proceso cósmico, que se repetía insaciable. La vida no tenía función más alta que desembocar en la muerte, su contrario y complemento; y la muerte, a su vez, no era un fin en sí”.

Este fin de semana, los panteones se visten de fiesta, de flores, música, comida, bebidas y algarabía. En otros rincones del país, el sonido de la lluvia, el olor de la tierra mojada, el calor del fuego, el color del cielo arrebolado en la tarde y el sabor del café caliente, nos conduce a los cementerios a invitar a nuestros difuntos a que crucen el umbral de sus propios territorios para compartir una noche entre candela, cantos, rezos y alimentos, el recuerdo de aquellos tiempos pasados que siempre nos parecen mejores, dijera Manrique en sus Coplas: “cómo se pasa la vida, / cómo se viene la muerte / tan callando”.

Despertaremos temprano para leer las Calaveritas surgidas con José Guadalupe Posadas y las revistas del porfiriato donde a través de las “Calaveritas” ridiculizaban a los personajes del gobierno siempre con un toque humorístico.

Nuestra muerte reconcilia los dos mundos, el de los vivos y los santos difuntos, el de la cultura de nuestros ancestros prehispánicos y la tradición judeocristiana; es la fusión de la carne y los espíritus, el mundo de los vivos y el reino de los muertos, color, magia, tradición y misticismo vertidos en una de las fiestas más celebradas por los mexicanos.

Como en Janitzio, las Yácatas de Tzintzunzán, Ihuatzio o Jarácuaro, en Michoacán; en Tamazulapan, Chazumba, Teposcolula en Oaxaca; Mixquic en el DF o Umán en Yucatán, existen en México otros miles de lugares donde la muerte se da cita con los vivos. En miles de comunidades indígenas, la muerte tiene cobijo natural sin modas ni remedos, sin apariencias ni disfraces; se manifiesta como es, como se siente, como se vive, como se va callando…

Ana Karen observa, en las ofrendas los cuatro elementos: AIRE, FUEGO, TIERRA Y AGUA. Es el agua para saciar la sed de los difuntos después de su largo recorrido. Es el pan que emana de los productos de la tierra, para saciar su hambre. El viento que mueve el papel picado y de colores, anunciando su llegada. El fuego de las veladoras y las velas, que todo lo purifica y con las cuales se les invoca al pronunciar su nombre.

Es una alegoría para los sentidos: el OLFATO se llena de aromas que emanan de la tierra, flotan en el aire y se impregnan a nuestra piel. La VISTA no nos alcanza para percibir la magia de una noche de muertos en el cementerio; ¡y si vieras la isla de Janitzio desde Pátzcuaro! tus ojos se llenarían de luces, de colores incandescentes y de docenas de redes “mariposas” rescatando a los espíritus de aquellos hombres que alguna vez se sumergieron en la laguna para buscar los tesoros escondidos. La vista no nos alcanza para adivinar qué hay detrás de tantas ofrendas; cuántos sentimientos encontrados se expresan al pie de cada tumba; para eso, hace falta otro sentido más agudo.

A nuestros OÍDOS llegan los lamentos de las plañideras, el zumbido de los rezos, la nostalgia de una marimba o el canto de los indígenas. Los músicos tocan durante toda la noche y hasta la tumba puede llegar un trío a darle serenata a esa persona que tanto se extraña. 

Al TACTO sentimos miles de texturas, porque la muerte también se lleva en el tacto y en el GUSTO con sabor azucarado. Porque nuestra muerte es dulce, hecho dulce de azúcar dulce. ¡Qué dulzura y qué dolor!, nos causa al mismo tiempo, ver la sonaja de un pequeño difunto al pie de su tumba. El sombrero del abuelo a lado de su bastón y su fotografía.

Al día siguiente, las ofrendas de muertos se recogerán para que cada familia intercambie los víveres, eso que llamamos “DAR LA CALAVERITA”.

Para nuestros ancestros mexicanos, la muerte fue un motivo de preocupación constante. El dejar de existir y no trascender a otra vida, los llevó a buscar la forma de proyectarse aún después de la muerte. Así, durante la época prehispánica había dos fiestas dedicadas al culto: una en el noveno mes o MICAILHUITONTLI, que significa “fiesta de los niños difuntos”, y otra en el décimo mes, llamado HUEYMICAILHUITL, para conmemorar a los muertos adultos. Con la conquista española llegó la religión cristiana; este sincretismo tradujo los oficios religiosos en fiestas paganas que dan esencia a nuestra identidad y cultura.

¿En verdad nos reímos de la muerte? ¿En verdad no le tememos? ¿Será por eso que hacemos mofa de ella y la festejamos con cantos, bromas y bailes? ¿Será la razón por la cual le cantamos para decirle con José Alfredo que “la vida no vale nada, que comienza siempre llorando y así, llorando se acaba…”

O será por eso que Jaime Sabines dice con desparpajo: Esconde la cabeza bajo la almohada / y cuenta cuatro mil borregos. / Quédate dos días sin comer / y verás que hermosa es la vida: / carne, frijoles, pan, / Quédate sin mujer: verás. / Cuando tengas ganas de morirte, / no alborotes tanto: muérete / y ya.

No lo sé de cierto, Ana Karen, pero intuyo que la muerte no es un juego ni una fiesta de atracción turística, sino el temor de vivir que nos lleva al no morir. Al celebrar la muerte, en verdad festejamos la alegría y la fortuna de vivir. ¿Qué sentido tiene llegar al destino sin haber disfrutado el trayecto? El día de los muertos me sacude la conciencia para darme cuenta del placer de sentirme vivo. Para comprender que no hay muerte más cruel que aquella que se logra en vida siendo cruel. Y de paso, quiero decirte, que hay muchas formas de no morir, muchas maneras de trascender para vivir en el recuerdo de quienes nos habrán de suplir; y esa inmortalidad, te la habrá de brindar toda aquella obra trascendente que logres dejar; aquí, en esta Tierra en donde tu espíritu, de esa manera, siempre vivo se mantendrá.

Conmemoremos la vida, para decirte que la muerte no tiene sentido si no aprendemos el arte del bien vivir; para no olvidar cómo se viene la muerte / tan callando…; que la vida no es extensa pero puede ser intensa, que por eso cada segundo bien vivido debe ser en ti, una cuestión de amor

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