1. Home
  2. Cultura
  3. Ni indio puro ni español culpable, soy chiapaneco

Ni indio puro ni español culpable, soy chiapaneco

Ni indio puro ni español culpable, soy chiapaneco
2
  • Reflexión sobre identidad y símbolos de Chiapas

Carlos Zepeda Trujillo

¿Quién decide qué parte de la historia debe conservarse y cuál borrarse? ¿Acaso un pueblo se vuelve más libre cuando olvida sus raíces? Cuando alguien viaja a Bath, al sur de Inglaterra, y contempla los antiguos baños romanos, no ve opresión ni vergüenza, sino herencia. Nadie propone destruirlos por haber sido construidos por conquistadores. Inglaterra no reniega de su pasado romano: lo estudia, lo asume, lo integra.

Esa madurez histórica es la que me gustaría ver en el debate sobre el Escudo de Chiapas. Este año fue presentada al Congreso del Estado una iniciativa de ley que propone modificarlo por considerarlo un símbolo de la conquista española. Y aunque respeto la intención de repensar nuestros emblemas, no puedo estar de acuerdo. Chiapas, como todo México, no nació de una sola raíz: nació del mestizaje. Somos herederos de una historia plural donde confluyen pueblos indígenas, hispanos, africanos y de muchas otras tierras.

¿Por qué negar una parte para exaltar otra? ¿Por qué aceptar el discurso simplista de que lo español es malo y lo indígena bueno? La historia no es una novela de héroes y villanos: es un tejido humano lleno de luces y sombras.

Hace más de cinco mil años, los sumerios ya habían erigido ciudades que dominaban a sus vecinos e imponían tributos. Así se expandió la cultura humana: no por pureza, sino por intercambio. Lo mismo ocurrió con egipcios, persas, griegos, romanos, chinos, mayas, zapotecas, mexicas e incas. Ninguna civilización fue totalmente inocente ni completamente víctima. Todas tomaron, dieron y transformaron.

Los romanos adoptaron dioses egipcios; los japoneses abrazaron el budismo de la India; los españoles incorporaron palabras árabes y la belleza andaluza en su arquitectura. ¿Y nosotros? Mezclamos todo eso con los colores de nuestras tierras, con el espíritu maya, con la fe reinterpretada, con la música, la lengua y la comida que nos fueron llegando. Eso somos: el resultado vivo de miles de años de encuentros.

Soy uno de esos chiapanecos orgullosos de nuestra herencia hispana sin dejar de amar la raíz indígena. Hablamos español, la lengua de Cervantes, la misma en la que escribieron Jaime Sabines y Rosario Castellanos. Nadie los acusaría de traicionar su tierra por escribir en castellano; al contrario, su palabra nos da identidad. A la vez, celebramos la cosmovisión maya, sus lenguas y sus rezos que resisten el paso del tiempo. Somos ambos mundos, y esa dualidad nos hace completos.

El Popol Vuh, libro sagrado de los mayas quichés, cuenta que los hombres fueron creados del maíz, fruto del cielo y de la tierra. Esa metáfora, nacida siglos antes de la llegada europea, ya hablaba de equilibrio entre fuerzas distintas. El ser humano —dice el Popol Vuh— no existe aislado: necesita del otro, de la palabra, del alimento y del tiempo compartido. ¿No es esa la enseñanza que deberíamos recordar cuando discutimos si un escudo nos divide o nos une? El Popol Vuh no pide pureza: pide equilibrio. Y ese equilibrio debe definir a Chiapas.

Pienso en los símbolos que nos unen. ¿Sabías que la marimba, orgullo chiapaneco, tiene origen africano? Llegó con los esclavos que trajeron su ritmo y su ingenio. Aquí, en nuestras manos, se transformó en el instrumento que hoy alegra nuestras fiestas. ¿Y el café, que tanto nos representa? También es de origen africano y a Chiapas lo introdujeron europeos, fueron los alemanes quienes impulsaron su cultivo. ¿Deberíamos dejar de cultivarlo por eso? En Chiapas nadie renuncia a un buen café por su origen africano ni por su acento alemán: con su piel oscura y su aroma fuerte, lo sentimos profundamente nuestro. Cada uno de esos ejemplos demuestra que lo extranjero, cuando se asume con inteligencia, deja de ser ajeno y se vuelve identidad. Eso también es Chiapas: un sincretismo que respira y crea.

Por eso no comparto la idea de cambiar el escudo. En 1535, el rey Carlos I de España (también V de Alemania) concedió a la villa de San Cristóbal de los Llanos de Chiapa —hoy San Cristóbal de Las Casas— su escudo de armas. En 1892, cuando la capital se trasladó a Tuxtla, el escudo se adoptó como emblema del Estado. En el año 2000, el Decreto 186 publicado en el Periódico Oficial formalizó su preservación y difusión; más tarde, en 2010, la Ley del Escudo y del Himno del Estado de Chiapas (Decreto 346) reguló su uso y colores oficiales. Son muchas las generaciones de chiapanecos que lo hemos hecho nuestro. Con el tiempo, el escudo se integró: no se impuso. Está en nuestras plazas, en las escuelas, en los documentos y en la memoria. Borrarlo sería amputar una parte de nuestra historia común.

Y si vamos a eliminar todo lo que tenga origen foráneo, ¿por qué no llevar la lógica hasta el final? El nombre “Chiapas” ni siquiera es maya: proviene del náhuatl Chiapan, palabra con la que los mexicas designaban la región que intentaron dominar antes que los españoles. Sí, los mexicas también buscaron someter a nuestra población. Si borramos lo impuesto, ¿también eliminaremos el nombre del estado?

¿Vamos a hacerlo? ¿Vamos a renunciar a la palabra que nos da identidad, que nos hace ciudadanos de esta tierra, resuena en las canciones, en los poemas y en el alma? ¿O pretendemos “limpiar” la historia solo porque incomoda, aunque sea precisamente esa historia la que nos dio forma?

Y entonces pienso en la Pila de Chiapa de Corzo, esa joya arquitectónica junto al Grijalva, edificada en el siglo XVI. Fue construida no solo para surtir agua a la población, sino también como punto de encuentro: allí se compartía el agua, la vida y las historias. ¿También vamos a borrarla? ¿Quitamos la corona del escudo o también la derrumbamos en Chiapa? Esa corona de ladrillos, levantada por manos indígenas y moldeada con técnica mudéjar, brilla como una metáfora perfecta de lo que somos: mezcla, arte, encuentro. ¿De verdad alguien quisiera borrarla y olvidarla?

La historia no se limpia, se asume. No se borra, se comprende. Y quien la niega termina perdiéndose a sí mismo. Los pueblos que destruyen sus símbolos por miedo al pasado se quedan sin memoria y, poco a poco, sin identidad.

Entonces me pregunto —y te pregunto también—: ¿no sería más sabio mirar el pasado con gratitud? ¿No es más poderoso abrazar nuestra mezcla que avergonzarnos de ella? ¿No es más justo reconocer que el escudo no nos divide, sino que nos recuerda de dónde venimos?

Yo elijo sentir orgullo, no culpa. Elijo mirar el futuro sin borrar el pasado. Me gusta creer que Chiapas termina en “S” porque es plural: una tierra en la que todos, sin excluir a nadie, podemos vivir en paz y profundamente unidos.

Por eso afirmo, con la voz firme y el corazón en calma: ni indio puro ni español culpable, soy chiapaneco.

Comment(2)

Leave a Reply to José Maria Glz Zebadúa Cancelar respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *