Carlos Álvarez
No son pocas las ocasiones en las que las industrias más amables provocan desastrosas convulsiones, y que por razón general se cree que más duele la falta de que quien parecía ser bueno y razón encarecía para no ser aborrecido, que de quien ha sido siempre aborrecido por sus maneras que hasta parecería que le gusta serlo. Que de hacer caso a nuestras vanas opiniones más querríamos desengañarnos de aquellas cosas que el mundo las declara buenas porque son deseadas por todos, pero más sentido habría contemplar el horror que puede agobiar el ánimo y agotar los sentidos cuando la memoria mejores artes tiene para expresar lo que ella cree, y la razón no tiene querer ni habilidad para desentenderse de lo que aquella parte más mundana que espiritual del cuerpo nos diga hacer.
En las memorias de Du Bellay se encuentra la historia de un hombre que por no discurrir en empresas que poco valen le daré el nombre de Paremio, de quien se dice que fue dueño de la costumbre de no permitir que nadie le viera arrodillado por razón de no mostrar inclinación por las cosas que no fueran salvo las encarecidas por Dios; se cuenta que ni aun cuando la madre de sus hijos demando que solamente arrodillado tomaría sus palabras como honestas peticiones de perdón por sus adulterios no fue el amor por su heredad más dura ni grande que el honor que sus propias razones le prometían. En alguno de los libros de Meredith se cuenta de un hombre que en cada ocasión que cesaban las pláticas sobre todo tipo de vanas industrias en las que se convidan las razones a modo que todo participante pueda salir admirado por las súbitas fuerzas de la ignorancia y la bebida, siempre elevaba las cejas, llevaba la mano a su mentón y parpadeaba como lo hace alguien redimido, como en señal de destreza que ninguna otra habida en el universo podría reconocerle como inferior; de no saber que las iras de peor calibre eran capaces de señorearle el juicio, desde el no saber en cuál bolsa de los pantalones guardó la moneda menos valiosa que los democráticos metales han ofrecido a los hombres de todas las escalas, hasta el no saber lo que ignoraba, mediante este ejemplo yo mismo habría inclinado mis pretensiones a vindicar que así como las hay virtudes tan duras de obtener y que por eso mismo tantos males provoca defenderlas a toda costa, así muchas hay que son producto de la fortuna cuya perdida no podría significar la perdida de una vida.
Dijo Lactancio que una desaguisada porción del más desabrido de los males podría pervertir el más alto de los bienes.“Ita propter exiguum conpendium sublatorum malorum maximo et uero et proprio nobis bono careremus.” Nunca me he detenido a examinar las causas por las que mi voluntad persigue aquello que no posee, tampoco me ha traído alivio tener noticias cuando una persona pasa a mejor vida deseando aquello que no tiene y sin haber contemplado las sañas y deseos que esquivó aventurándose a no menospreciar los ruegos de su ambición. Me atrevería a creer que los honores son mucho más desiguales en sus causas, que los males en sus efectos; no puede estar exenta la caridad de la ambición, ni el desinterés por la búsqueda de causas finales puede estar falto de una fuerza que eventualmente nos funcione en algún comercio del porvenir, que evitando toda áspera decrepitud seamos más solapados por un acierto accidentado que menospreciados por los efectos de una temeridad racionera.
La idea que la costumbre sea más rígida que los entendimientos afea tanto la opinión que los sabios ofrecen sobre el perdón y la redención, como reprende nuestros más nobles atrevimientos para perseguir una vida que adolezca de todo tipo de miserias. Muchos de mis pareceres se han resuelto por el miedo que poseo de ser traicionado; me esfuerzo mucho para que este miedo no entable comercio con los grandísimos pesares que a más de uno se le quedan guardados en el sentido común cuando es beneficiado de provechos que en su inicio eran malas intenciones.
Érase otro allegado mío –debí haber tenido noticias de las memorias de Boswell o de Coleridge, y de todo corazón espero que la compasión del lector sea más grande que mi falta de saber– que no sabiendo administrar la sabrosa herencia que dejaron para sí las esforzadas voluntades de varias generaciones, se mostró recio, terco y firme hasta el final de sus días para no recibir socorro de quienes consideraba que por más riqueza que poseyeran les faltaba buena heredad para aventajarle en espíritu; cuenta Plutarco que fue Solón tan admirador de la sabiduría y adorador del aprendizaje, que nunca mostró más diligencia de la riqueza cosa alguna que no fuera en sus causas lícito, suficiente o necesario; las ventajas espirituales de mi allegado estaban relacionadas con el deseo de no estar equivocado; era capaz de perder en un día de bebida todo su dinero y elaborar esquemas alimentados de postreras impiedades para convencer, más a sí mismo que a los demás, que aquel desvío era prueba de lo abortivas que son las suertes; repitió este procedimiento hasta el final de sus días, algunas vez alegó que no se mostraba diligente de no cumplir lo que a todo hombre los cielos demandan a edad alguna, y de la sinrazón que cometía siempre que hacía caso omiso de los ruegos de su familia, no le era más grande el pesar de no ser entendido, que el sosiego de entender conceptos más elevados.
No creería que la costumbre que él decía tener por tratar a todos de modo que lo hiciera así por su propia persona fuera tan falsa viendo la falta de buena consideración que tenía para sí mismo; el mismo principio señaló Agustín diciendo que como dos son los motivos que mueven a quitarnos la vida; así uno es la vergüenza, y la otra el temor; que como la vergüenza remedio y fin halla siempre en el perdón, y como no hay traición, antojo y pena que no pudiera ser de modo alguna perdonada, que el darse fin estando avergonzado de los agravios igual es que desear una larga vida no sabiendo hacia dónde dirigirla.
Bien digeridas todas las sabias máximas de los antiguos podemos entender que ninguna está dirigida a desnaturalizar los elementos de las costumbres y que, si alguna de todas las rigurosas conjeturas que tienen lugar en el globo, deslegitiman las acciones y elevan siempre los escritos preceptos, no obedecen otro principio salvo el de obtener un honor hiriendo el de alguien más.