Corina Gutiérrez Wood
Hay mujeres que hacen historia por amor, otras por poder, y luego está Catalina de Aragón, que lo hizo por pura dignidad. En tiempos donde una mujer valía menos que una mula bien alimentada, Catalina logró algo extraordinario, poner de rodillas al mismísimo Enrique VIII, y no precisamente en una escena romántica, sino en un tribunal.
Catalina era la hija menor de los Reyes Católicos; sí, esos mismos que echaron a los moros, financiaron a Colón y probablemente agotaron la paciencia de medio continente. Desde su cuna, ya estaba destinada a algo grande. O a alguien grande; el trono de Inglaterra. Y así fue, aunque el camino a la corona tuvo más giros que una telenovela de época.
Primero la comprometieron con Arturo, el primogénito de Enrique VII. Todo parecía marchar sobre ruedas hasta que el pobre Arturo, el día menos pensado, decidió morirse, dejando a Catalina viuda antes de sus dulces 16. Trágico, sí, pero en la lógica política de la época, las viudas reales no lloraban; se reciclaban y esto para evitar tener que regresar la dote. Así que, tras unos cuantos forcejeos con Roma, Catalina se casó con su cuñado, Enrique VIII, que en ese entonces era un joven encantador con mandíbula de acero y ego en desarrollo.
Al principio, todo era miel sobre hojuelas y procesiones interminables. Catalina era culta, devota y políticamente astuta; hablaba latín mejor que los propios obispos y cosía sus propias camisas (detalle que fascinaba a la plebe). Enrique, mientras tanto, jugaba a ser el príncipe perfecto, componiendo canciones y escribiendo tratados religiosos donde defendía al Papa. ¡Ah!, la ironía.
Pero como todo cuento Tudor, el amor empezó a flaquear justo cuando Enrique descubrió su reflejo en un espejo y se enamoró perdidamente de sí mismo. Los años pasaban, los herederos no llegaban (al menos no varones), y Catalina, entre embarazos, pérdidas y rezos, se mantenía firme, elegante y fiel. Enrique, en cambio, empezó a mirar hacia otro lado, concretamente hacia una tal Ana Bolena, que era una doncella con menos paciencia y más ambición.
Y fue entonces cuando la cosa se pusieron color de hormiga. Enrique decidió que su matrimonio con Catalina era “nulo” porque, según él, Dios lo castigaba por haberse casado con la viuda de su hermano. Casualidad o pretexto divino, pidió la anulación al Papa. Pero el Papa; que no era precisamente un hombre de carácter flexible, se tomó su tiempo. Enrique, desesperado, hizo lo que todo hombre con poder y poca tolerancia hace cuando le dicen que no; se declaró jefe de su propia iglesia.
Hasta ahí, uno pensaría que Catalina lloró, hizo maletas y se fue. Pero no. Catalina no era de esas. Ella decidió enfrentarlo públicamente, y con una calma que ni el santo más santo de la corte celestial.
En 1529 se celebró el famoso juicio en el monasterio de Blackfriars, un espectáculo digno de serie dramática de Netflix; el rey, su nueva “amada”, los obispos, los nobles y hasta el perro de algún diplomático, esperaban lágrimas, súplicas o al menos un poco de drama cortesano. En cambio, Catalina entró vestida con la dignidad de media Europa encima y, en lugar de implorar, se arrodilló frente a Enrique. Pero no como quien pide clemencia, sino como quien lanza un golpe de guante blanco.
“He sido su esposa legítima durante más de veinte años, le he sido fiel y verdadera, y si alguna vez le he faltado, aquí me presento ante Dios para responder por ello.”
Silencio absoluto. Enrique no supo si aplaudir o pedir escolta. Catalina se levantó, sin esperar respuesta, y salió del tribunal caminando con una serenidad que dejó al rey; y a su sobre todo a su ego en ruinas. Fue, literalmente, la escena en que una mujer puso de rodillas al hombre más poderoso de Inglaterra, sin levantar la voz ni soltar una lágrima.
Claro, los cronistas cortesanos intentaron suavizar el momento, escribiendo que “su majestad mantuvo la compostura”. Traducción; Enrique tragó saliva y como decimos por ahí, se le subieron los compañeros a la garganta impidiéndole articular palabra alguna. Desde entonces, nada volvió a ser igual. Catalina fue desterrada, pero jamás repudió su título de reina. Se negó a firmar cualquier documento que la degradara, se aferró a su fe y murió con la misma convicción con la que vivió, creyendo en su dignidad por encima del poder.
Y aquí es donde la historia, más allá del drama monárquico, se convierte en comedia involuntaria. Porque mientras Enrique seguía fundando iglesias para justificar sus caprichos románticos, Catalina se convirtió; sin proponérselo, en el símbolo de algo que ningún decreto podía anular; la coherencia.
En su época, nadie hablaba de “empoderamiento femenino”, pero Catalina lo practicó sin hashtags ni discursos. Y eso que, en los actos oficiales, las palabras abundaban. En las cortes de los Tudor, todos hablaban, los reyes, los cardenales, los embajadores. Si Catalina hubiera asistido a su propio juicio como espectadora, seguro habría pensado lo mismo que cualquier madre en una ceremonia de graduación; ya solo falta que suban a hablar la tía, el abuelo y el gato del graduado.
Pero no. Ella habló una sola vez, lo justo y necesario, con la precisión de quien no necesita adornos ni micrófono. En un mundo donde los hombres llenaban páginas para justificar sus acciones, Catalina bastó con un discurso de dos minutos para entrar en la historia.
Quizás, si viviera hoy, no tendría un reality ni un podcast; tendría una legión de mujeres reenviando sus frases por WhatsApp y diciendo “así se hace”. Catalina no necesitó micrófono ni foro para dejar claro que la elegancia no se negocia. En tiempos donde todos confunden ruido con razón, ella seguiría siendo la voz más firme del salón. No porque gritara más fuerte, sino porque sabía cuándo callar; y cuándo mirar al rey como quien ya lo ha superado.
Catalina no necesitó redes, ni slogans, ni cortesanos aduladores. Su poder era incómodo porque no dependía de nadie. Y aunque la historia la quiso borrar entre seis esposas y mil excusas reales, ahí sigue; entera, serena, y con la mejor venganza posible, la de seguir siendo recordada por su dignidad, no por su marido.