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De la mano de Jaime Sabines

De la mano de Jaime Sabines
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Algo sobre el cumpleaños 99 del Mayor Poeta

El pasado martes 25, el Poeta Mayor Jaime Sabines cumplió 99 años de amoroso peatón sobre esta bendita tierra. A un año de que se cumpla su siglo infinito, le dedicamos hoy nuestro suplemento de sábado.

¡Salud, poeta!

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De la mano de Jaime Sabines

Jorge Mandujano

Ese Jaime Sabines que en esta semana celebró sus primeros 99 años sobre la bendita tierra, es el mismo que hace ya muchas lunas recorrió las avenidas bajo la lluvia de la Gran Ciudad de México, sin que sus deudos parroquianos, los de su Tuxtla, lo acompañaran ya no sin lágrimas, puesto que el cielo se había encargado de proveerlas.

Es el mismo Jaime que hace muchos años fue reconvenido por Doña Luz Gutiérrez, su mamá, allá, en las polvorientas calles de mi Jiquipilas, mientras uno de sus hermanos mayores (Juan Camacho), intentaba disipar la tarde ofreciéndole reiteradas dosis de líquido ambarino perláceo; la bella tarde que políticamente había tejido su hermano Juan, rumbo a su irrenunciable oficio de legislar.

“Si tú me lo permites, Doña Luz/ te llevo a mi espalda,

te paseo en hombros/ para volver a ver el mundo”.

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Es el Jaime Sabines que en la tempestad nocturna del Cerrito de Chiapa de Corzo amó las rolas del Silvio Rodríguez y las del Pablo Milanés, que la muchachada le había programado a esas benditas deshoras, para luego mandar a la chingada las lágrimas, a la Nueva Trova, las bondades de la noche y su parafernalia.

Es el joven poeta que, tras el hastío que depara una tienda de ropa sin clientes posibles, se llena de luz en la tarde, traza inmejorables versos y decreta libro.

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Años más tarde, en el cabaret de la calle de Cuba, en el centro histórico de la Gran Ciudad de México, ubicado justo debajo del cuarto del poeta, suena un danzón: —Habría que bailarlo –piensa, mientras recuerda las calles de su Tuxtla. Bebe ron y no deja de fumar. Advierte “este cielo de México, oscuro, lleno de gatos, con estrellas miedosas y con el aire apretado”. Piensa en los amores que partieron como tren con una flor entre los labios, en la soledad con quien comparte el cuarto, y tan sólo oye voces remotas.

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Andado el tiempo, Jaime Sabines está sentado tras un escritorio de Palacio de Gobierno, en Tuxtla Gutiérrez, en su Chiapas. Una enorme plaza de mármol arde al filo de las dos de la tarde:

—¿Qué opina el poeta respecto del Premio Nobel otorgado a Gabriel García Márquez? –pregunto.

—Lo único que puedo decirte ahora, Jorgito, es que él, antes que todo, es un buen poeta.

―Y, fuera del aire y acá entre nos: ¿Qué cargo tiene usted aquí, Don Jaime?

—Yo tengo el cargo de hermano del gobernador, y sonríe soltando la bocanada de humo de uno de sus inseparables Delicados.

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Años más tarde, en el aeropuerto Benito Juárez de la Ciudad de México: —¿De dónde viene, padrino?

—Fíjate, mi poeta, que vengo de Guadalajara. Resulta que este año la Feria Internacional del Libro me la dedicaron a mí, como poeta homenajeado. Pero eso no es lo que me hace feliz: descubrí en un estand una edición de mis poemas traducidos al chino. Y encuentro algo muy curioso, y me pregunto: ¿Será posible que este montón de palitos quieran decir, por ejemplo: a la chingada las lágrimas?.

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Es Domingo Día del Padre, y a mí me enseñaron desde niño que, a la par de tus padres, tus padrinos. Por ello he decidido llamarle por el celular para brindar con él, en este mediodía que hago lo propio en casa con una pareja de amigos entrañables. En respuesta, la móndriga grabación de una de las incalculablemente incontables ejecutivas de Carlos Slim me advierte: El saldo de tu amigo se ha agotado…

Es por ello que salgo de mi apartamento y utilizo el teléfono público que está justo en contraesquina:

―Tu padrino no está, Jorgito; anda en el puerto de Róterdam, allá en Holanda. Y hay que presumirlo: es el único poeta mexicano invitado a ese encuentro mundial de poesía. En cuanto se comunique conmigo, le diré que le has llamado. Al teléfono: Doña Chepita, su esposa.

No bien ha pasado una hora, y suena mi celular: ―Soy yo, Jaime Sabines, mi Jorge. No sé qué horas sean por allá. Me dijo Chepita que me llamaste para felicitarme por el Día del Padre. No sabes cuánto te agradezco. Te llamo porque te quiero mucho y también para confesarte que ninguno de los hijos de la chingada de mis hijos se tomaron la molestia de llamarme…

Como mero final feliz, mis amigos y el poeta terminarían brindando ―por teléfono– en mitad de esa inolvidable tarde… 

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Y el Señor Don Jaime llega a los 60 y declara: —Me gusta la palabra viejo, pero odio la de senecto y, más aún, la de sexagenario. Aquella es tibia, se puede jugar (mi vieja, mi viejo, viejos los cerros…) y es afectuosa, suave, indecisa. Pero con las otras, es como si le pusieran a uno un corsé definitivo, como si lo entablillaran a uno….

El poeta acepta, no sin cierta pena, el Homenaje Nacional que le rinde el Instituto Nacional de Bellas Artes, y vuelve a Yuria, un rancho que escogió por los rumbos de Comitán, mas allá de la terapia, de la ominosa, grosera bulla de la Gran Ciudad.

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Ahora está sentado en una mecedora y observa a lo lejos una triste práctica que a él se le ha hecho común: cómo los aldeanos transgreden la cerca para enterrar a sus muertos en el patio de su casa, cuyo sitio incluye el camposanto.

Pero algo lo llama a la Gran Ciudad: son sus hijos, las calles y las interminables noches al Sur de la urbe. Solo, terriblemente solo, “mirando los automóviles, los trenes, los parques solitarios en que se pasean las desgracias”. Le preocupa el llanto de las sirenas de las ambulancias que van de un lado a otro. Ese ruido perverso que “pasa buscando entre los seres queridos de pronto”. La perra sirena que ahora abre paso a la ambulancia que guarda en sus entrañas al poeta. Porque es noviembre de 1989 y, ¡maldita sea!, se ha hecho astillas una pierna, como si el odio de Dios lo hubiera intentado y logrado con un hacha.

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Ahora Jaime Sabines está postrado en una cama. Ha dado cuenta de treinta y seis meses en una sola posición. Es el mismo número —me confiesa— que ha sido convidado al quirófano.

Con el dolor del clavo de 25 centímetros que habita su pierna, su tan larga y flaca pierna, me dice: —“Ahora sueño con el niño que fui. Sueño que camino por veredas interminables. En el sobresalto, caigo en la tristeza de mi sobriedad. El clavo más largo me lo iban a retirar el 6 de marzo. Vino el doctor y me sugirió un mes más. Ahora, como quien está en una cárcel y le anuncian su salida, y luego se la posponen para el día siguiente, espero que me abran la puerta de la casa, para asomarme como un niño, como el niño que fui…”.

Horal

El mar se mide por olas,
el cielo por alas,
nosotros por lágrimas.

El aire descansa en las hojas,
el agua en los ojos,
nosotros en nada.

Parece que sales y soles,
nosotros y nada…

 

Allí había una niña

En las hojas del plátano un pequeño hombrecito dormía un sueño.

En un estanque, luz en agua. Yo contaba un cuento.

Mi madre pasaba interminablemente alrededor nuestro.

En el patio jugaba

con una rama un perro.

El sol -qué sol, qué lento se tendía, se estaba quieto. Nadie sabía qué hacíamos, nadie, qué hacemos.

Estábamos hablando, moviéndonos, yendo de un lado a otro,

las arrieras, la araña, nosotros, el perro.

Todos estábamos en la casa

pero no sé porqué. Estábamos. Luego el silencio. Ya dije quién contaba un cuento.

Eso fue alguna vez porque recuerdo que fue cierto.

Me tienes en tus manos…

Me tienes en tus manos

y me lees lo mismo que un libro.

Sabes lo que yo ignoro

y me dices las cosas que no me digo. Me aprendo en ti más que en mí mismo.

Eres como un milagro de todas horas, como un dolor sin sitio.

Si no fueras mujer fueras mi amigo. A veces quiero hablarte de mujeres que a un lado tuyo persigo.

Eres como el perdón y yo soy como tu hijo.

¿Qué buenos ojos tienes cuando estás conmigo?

¡Qué distante te haces y qué ausente cuando a la soledad te sacrifico!

Dulce como tu nombre, como un higo, me esperas en tu amor hasta que arribo. Tú eres como mi casa,

eres como mi muerte, amor mío.

No es que muera de amor, muero de ti….

No es que muera de amor, muero de ti. Muero de ti, amor, de amor de ti,

de urgencia mía de mi piel de ti, de mi alma, de ti y de mi boca

y del insoportable que yo soy sin ti.

Muero de ti y de mi, muero de ambos, de nosotros, de ese,

desgarrado, partido,

me muero, te muero, lo morimos.

Morimos en mi cuarto en que estoy solo, en mi cama en que faltas,

en la calle donde mi brazo va vacío, en el cine y los parques, los tranvías, los lugares donde mi hombro acostumbra tu cabeza

y mi mano tu mano

y todo yo te sé como yo mismo.

Morimos en el sitio que le he prestado al aire para que estés fuera de mí,

y en el lugar en que el aire se acaba cuando te echo mi piel encima

y nos conocemos en nosotros,

separados del mundo, dichosa, penetrada, y cierto , interminable.

Morimos, lo sabemos, lo ignoran, nos morimos entre los dos, ahora, separados,

del uno al otro, diariamente, cayéndonos en múltiples estatuas, en gestos que no vemos,

en nuestras manos que nos necesitan.

Nos morimos, amor, muero en tu vientre que no muerdo ni beso,

en tus muslos dulcísimos y vivos,

en tu carne sin fin, muero de máscaras,

de triángulos oscuros e incesantes. Muero de mi cuerpo y de tu cuerpo,

de nuestra muerte, amor, muero, morimos. En el pozo de amor a todas horas, inconsolable, a gritos,

dentro de mí, quiero decir, te llamo,

te llaman los que nacen, los que vienen de atrás, de ti, los que a ti llegan.

Nos morimos, amor, y nada hacemos sino morirnos más, hora tras hora,

y escribirnos y hablarnos y morirnos.

Pequeña del amor, tú no lo sabes…

Pequeña del amor, tú no lo sabes, tú no puedes saberlo todavía,

no me conmueve tu voz ni el ángel de tu boca fría,

ni tus reacciones de sándalo en que perfumas y expiras, ni tu mirada de virgen crucificada y ardida.

No me conmueve tu angustia tan bien dicha,

ni tu sollozar callado y sin salida.

No me conmueven tus gestos de melancolía,

ni tu anhelar, ni tu espera, ni la herida

de que me hablas afligida.

Me conmueves toda tú representando tu vida con esa pasión tan torpe y tan limpia,

como el que quiere matarse para contar: soy suicida.

Hoja que apenas se mueve ya se siente desprendida: voy a seguirte queriendo todo el día.

Te desnudas igual que si estuvieras sola…

Te desnudas igual que si estuvieras sola y de pronto descubres que estás conmigo.

¡Cómo te quiero entonces entre las sábanas y el frío!

Te pones a flirtearme como a un desconocido y yo te hago la corte ceremonioso y tibio.

Pienso que soy tu esposo

y que me engañas conmigo.

¡Y como nos queremos entonces en la risa de hallarnos solos en el amor prohibido! (Después, cuando pasó, te tengo miedo

y siento un escalofrío.)

Yo no lo sé de cierto, pero supongo….

Yo no lo sé de cierto, pero supongo que una mujer y un hombre

un día se quieren,

se van quedando solos poco a poco,

algo en su corazón les dice que están solos, solos sobre la tierra se penetran,

se van matando el uno al otro.

Todo se hace en silencio. Como se hace la luz dentro del ojo.

El amor une cuerpos.

En silencio se van llenando el uno al otro. Cualquier día despiertan, sobre brazos; piensan entonces que lo saben todo.

Se ven desnudos y lo saben todo. (Yo no lo sé de cierto. Lo supongo.)

 

 

Vamos a guardar este día…

Vamos a guardar este día entre las horas, para siempre, el cuarto a oscuras,

Debussy y la lluvia,

tú a mi lado, descansando de amar.

Tu cabellera en que el humo de mi cigarrillo flotaba densamente, imantado, como una mano acariciando.

Tu espalda como una llanura en el silencio y el declive inmóvil de tu costado

en que trataban de levantarse, como de un sueño, mis besos.

La atmósfera pesada

de encierro, de amor, de fatiga,

con tu corazón de virgen odiándome y odiándote. todo ese malestar del sexo ahíto,

esa convalecencia en que nos buscaban los ojos a través de la sombra para reconciliarnos.

Tu gesto de mujer de piedra,

última máscara en que a pesar de ti te refugiabas, domesticabas tu soledad.

Los dos, nuevos en el alma, preguntando por qué. Y más tarde tu mano apretando la mía, cayéndose tu cabeza blandamente en mi pecho,

y mis dedos diciéndole no sé qué cosas a tu cuello.

Vamos a guardar este día entre las horas para siempre.

Los amorosos

Los amorosos callan.

El amor es el silencio más fino,

el más tembloroso, el más insoportable. Los amorosos buscan,

los amorosos son los que abandonan, son los que cambian, los que olvidan.

Su corazón les dice que nunca han de encontrar, no encuentran, buscan.

Los amorosos andan como locos porque están solos, solos, solos, entregándose, dándose a cada rato, llorando porque no salvan al amor.

Les preocupa el amor. Los amorosos

viven al día, no pueden hacer más, no saben. Siempre se están yendo,

siempre, hacia alguna parte. Esperan,

no esperan nada, pero esperan.

Saben que nunca han de encontrar. El amor es la prórroga perpetua,

siempre el paso siguiente, el otro, el otro. Los amorosos son los insaciables,

los que siempre -¡que bueno!- han de estar solos. Los amorosos son la hidra del cuento.

Tienen serpientes en lugar de brazos.

Las venas del cuello se les hinchan también como serpientes para asfixiarlos.

Los amorosos no pueden dormir

porque si se duermen se los comen los gusanos.

En la oscuridad abren los ojos y les cae en ellos el espanto.

Encuentran alacranes bajo la sábana y su cama flota como sobre un lago.

Los amorosos son locos, sólo locos, sin Dios y sin diablo.

Los amorosos salen de sus cuevas temblorosos, hambrientos,

a cazar fantasmas.

Se ríen de las gentes que lo saben todo,

de las que aman a perpetuidad, verídicamente, de las que creen en el amor

como una lámpara de inagotable aceite.

Los amorosos juegan a coger el agua, a tatuar el humo, a no irse.

Juegan el largo, el triste juego del amor. Nadie ha de resignarse.

Dicen que nadie ha de resignarse.

Los amorosos se avergüenzan de toda conformación. Vacíos, pero vacíos de una a otra costilla,

la muerte les fermenta detrás de los ojos, y ellos caminan, lloran hasta la madrugada

en que trenes y gallos se despiden dolorosamente.

Les llega a veces un olor a tierra recién nacida, a mujeres que duermen con la mano en el sexo, complacidas,

a arroyos de agua tierna y a cocinas.

Los amorosos se ponen a cantar entre labios una canción no aprendida,

y se van llorando, llorando, la hermosa vida.

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