Al que le venga el saco / LA FERIA
Sr. López
Tío Tacho era de allá de Autlán y era un macho de diccionario, mandón, burdo y con el cociente de inteligencia de una ostra, ya cocinada. Tonto, tonto de capirote, medalla y diploma. Y así, tuvo nueve hijas, nueve, con tía Queta, su esposa (claro), y ella y sus niñas parecían inmunes a su áspero trato y su constante decir tonterías. Ya viuda y viejita, este menda le preguntó cómo lo aguantaron y respondió, tranquila: -Ni caso le hacíamos –tan tan.
Es fácil saber quiénes fueron Napoleón, Cleopatra, María Félix o Cantinflas, pero reconozcamos, hay grandes de los que casi nada o nada sabemos. No viene a cuento pero da la gana a este menda, referirse a Paul-Henri Spaak (1899-1972), que se pronuncia ‘Pol Anri Espak’ (más o menos).
Don Pablo Enrique (más fácil), fue un político belga de inmensa importancia en el siglo pasado, en su país, Europa y el mundo. Fue uno de los impulsores de la alianza militar entre la Gran Bretaña, Francia y el ‘Benelux’ (la unión aduanera de Bélgica, Países Bajos y Luxemburgo, que él inventó), alianza de la que nació la poderosísima Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN), de la que fue su Secretario General (1957-1961). Su huida de los nazis en plena Segunda Guerra Mundial, siendo ministro del gobierno de Bélgica, da para película de aventuras. Terminado el conflicto, para implementar el Plan Marshall de reconstrucción de Europa Occidental, presidió la Organización Europea de Cooperación Económica y el Consejo de Europa, del que fue Presidente en 1950 (ambos, antecedentes de la Unión Europea de hoy). Aparte fue uno de los redactores de la Carta de las Naciones Unidas y presidió la primera Asamblea General de la ONU en 1946. Un verdadero gallo de espolones, muy respetado.
Bueno, pues casi da pena que don Pablo Quique, cuya rica biografía ocupa tomos y tomos, sea recordado (por los que lo recuerdan), por una frase que le atribuyen, sin que este su texto servidor ponga las manos en el bracero de que sea cierto que la dijo, pero, bueno, dicen que la dijo, refiriéndose a ciertos políticos de su tiempo:
“La tontería es la más extraña de las enfermedades. El enfermo nunca sufre, los que de verdad la padecen son los demás”.
¡Qué cierto es!, y en tratándose de políticos, la cosa es grave y muy grave cuando se trata de aquellos que aspiran a los cargos de mayor importancia que resultan de elecciones populares. Ya se resigna uno a que trepadores, ganapanes, ladrones, impostores y malvados, se incrusten en las estructuras de gobierno pero, encima, tontos, ¡no, eso no!
Es una tristeza pero no hay (ni habrá) ley que imponga a los candidatos a ser elegidos para algún puesto público, someterse a pruebas de inteligencia que permitan conocer sus capacidades de razonamiento y lógica, sus habilidades de aprendizaje, comprensión, análisis de información, elaboración y asimilación de conceptos. No hay (ni habrá) norma así, pero sería una maravilla filtrar a los tontos y dejarlos que se dediquen a vender bufandas en Acapulco o ventiladores en Alaska, pero que por ley quedaran proscritos de siquiera intentar ser electos a alcaldes, gobernadores, legisladores o presidentes de la república.
Prueba la historia que los tontos con poder causan desgracias, son tantos los ejemplos que es imposible hacer aquí un resumen. Busque usted en San Google, se va a llevar una sorpresa sobre el número de tratados, estudios y libros dedicados a la estupidez. Pero por su actualidad, piense nomás en el daño que han hecho al mundo los políticos de los EUA, que tuvieron la gran idea de prohibir las drogas, sin alcanzar a asimilar la lección que les dio su propia Ley Seca: prohibir no eliminó el consumo de alcohol sino que lo encareció y causó la aparición de bandas muy violentas dedicadas a eso que, prohibido, se volvió un inmenso negocio; por eso la eliminaron, era mucho peor el remedio que la enfermedad (y nomás de pasadita piense en los estúpidos políticos alemanes que en los primeros años 30 del siglo pasado consideraron que el partido nazi, jamás podría gobernar Alemania, se burlaban de Hitler… y ya ve).
Como sea y resignados a que no hay (ni habrá), tamiz por el cual pasar a los que quieren ganar una elección para gobernar, para desecharlos, como se desecha un filtro de café usado, entonces cuando menos afilemos nuestros sistemas de detección de tontos para que no se nos ocurra votar por ellos.
Una primera señal de memez es la simplificación. Cualquier individuo con IQ estándar, sabe que la realidad es siempre compleja, compleja infinitamente (nada más piense que no hay dos hojas de árbol idénticas, ahora imagine un bosque), por lo que debemos ponernos en alerta cuando un político simplifica todo y para todo ofrece soluciones sencillitas. El estúpido no solo niega la complejidad sino que una vez que cree haber encontrado la solución de algo, se aferra a eso y aunque la realidad le grite que está equivocado, insiste, aferrado a su idea simple como a un dogma Torquemada.
Se atribuye a don Miguel de Unamuno haber dicho: “Lo sabe todo, absolutamente todo. Figúrense lo tonto que será”; porque esa es otra característica del cretino: nunca dice “no sé” (y menos se disculpa), y para todo tiene respuesta, presume saber de todo y todo es todo, aeronáutica, ingeniería petrolera, impartición de justicia, historia, salud pública o control de epidemias. ¡Ah! y no hay tonto que sea capaz de callar, extrañamente la tontería impulsa a hablar y los bobos hablan, hablan, hablan.
El importante dramaturgo francés Sacha Guitry dijo que (ese sí lo dijo), “la diferencia entre un hombre inteligente y uno tonto es que el primero se repone fácilmente de sus fracasos, y el segundo nunca logra reponerse de sus éxitos”.
Sí, así es la vida, al tonto lo ahoga el éxito, su victoria lo ratifica en su pretendida grandeza y sabiduría y para ni dudar de ella, se rodea de tontos y a falta de ellos, de obedientes. Y estamos ante la peor clase de tonto, el tonto triunfante… y al que le venga el saco.