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Pueblos sin alma, gente sin alma / Al Sur con Montalvo

Pueblos sin alma, gente sin alma / Al Sur con Montalvo
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Guillermo Ochoa-Montalvo

Querida Ana Karen, Este viaje al Soconusco a través de la Sierra Mariscal fue sorprendente. Salvo en Comalapa, en algunos municipios del estado de Chiapas, se empieza a respirar aire de esperanza. Sientes como si la vida y la alegría regresara a la gente.

Al pasar por el ejido Chihuahua, en La Trinitaria, recordé el relato del Dr. Armando Hernández Contreras: “Un viernes salgo a la comunidad de La Gloria; el lunes al regresar al hospital, nos dice el Dr. Gómez Alfaro, <nos vamos a la Selva; entraron los Caibiles a La Gloria haciendo una gran matanza de gente>”. Encontramos el campamento de los refugiados guatemaltecos, arrasado, ensangrentado con cuerpos descuartizados. Ese mismo día localizamos a los desplazados y los llevamos delante de La Trinitaria a una comunidad llamada Chihuahua. Las escenas de dolor, de miedo, el terror en las miradas de la gente era infernal. Ahí, los ejidatarios le asignaron a esa gente un terreno al que llamaron La Nueva Gloria, recuerda el Dr. Hernández.

Esas escenas se repitieron en Chiapas durante los últimos 6 años ante la indiferencia del gobierno federal y estatal dejando una estela de muerte y desolación. Al llegar a Comalapa, mis ojos reparan en una gasolinera desmantelada; los comercios cerrados y balaceadas sus cortinas metálicas. El paisaje es de desolación; casas abandonadas. Más adelante, en Chamic, todo es desolación; casas abandonadas, comercios cerrados, parques sin vida; las iglesias vacías. En todo el trayecto de Comitán hasta Comalapa no vimos policías ni militares. Las personas en Chamic deambulan como zombis; otros parecen muertos sentados alrededor del Oxxo; sus rostros son fríos, inexpresivos. Son pueblos sin alma, gente sin alma.

Más que el miedo es la sensación de impotencia las que nos invade con una profunda tristeza. Salimos tan pronto como pudimos para encontrar un retén de militares. Con toda educación, nos hacen las preguntas de rigor: —¿De dónde vienen?, —de Comitán, respondemos. ¿Adónde se dirigen?, —A Tapachula. Nos piden documentos: licencias, tarjetas de circulación e identificaciones. —Pueden continuar, nos dice amablemente el militar de estatura elevada, complexión robusta, pero no gordo y tez blanca. Intuimos que no es chiapaneco.

Avanzamos y kilómetros más adelante, el bosque nos hace respirar de forma diferente; la carretera parece techada por las ramas de frondosos árboles. El paisaje empieza a adquirir otra tonalidad. Antes de llegar a Amatenango de la Frontera nos detenemos en otro reten de la Pakal, es un militar de baja estatura, morenos y regordete quién nos interroga de nuevo de forma muy cordial. Avanzamos.

El bullicio de la gente delante de Paso Hondo nos atrae. Es un campo de fútbol donde pareciera que celebran la vida jugando, gritando a favor de su equipo favorito. Los niños corren entre la maleza y No vimos cervezas ni bebidas alcohólicas, solamente aguas naturales y refrescos. —Deme una gaseosa, -clama un niño a una vendedora. Las caras son sonrientes, alegres. La vida ha retornado.

A partir de este punto, el trayecto se nos hace ligero. Empezamos a ver las iglesias llenas, igual que los parques y los campos de fútbol. Nuestros temores se disipan. La gente camina tranquila; a sus rostros ha regresado la serenidad, la paz, la tranquilidad y la esperanza en que todo seguirá mejorando. Las chamacas acompañan a sus novios trepadas en la motocicleta; las parejas caminan de la mano como si fuese un domingo festivo. Celebran la paz.

Disfrutamos el trayecto entre Amatenango de la Frontera y Mazapa. Los ríos parecen acompañar a los pájaros en sus cantos; los montes nos saludan al pasar y hasta las gallinas salen a saludarnos. Así lo vivimos. Entramos a Mazapa con sus calles limpias; su gente caminando tranquila por las veredas. Algunas casas con sus puertas abiertas donde los propietarios se sientan en el umbral a charlar con sus vecinos o familiares. El ambiente es distinto a aquellos días de zozobra, incertidumbre y miedo. Los comercios han abierto y volvemos a sentir la vida floreciendo.

Por fin, llegamos a Motozintla donde decidimos comer, charlar con amigos y pasar la noche. Los comercios reabrieron sus puertas; el parque vomita gente que acude a la iglesia de San Francisco para salir después a saborear algunos antojitos del parque. Compartimos la comida y el café con un buen amigo en el Rincón del Café. Desde ahí, observamos las calles serpenteando entre los cerros; el fluir de los vehículos y el bullicio de la gente. Charlamos acerca de esos días con cobros de derecho de piso; amenazas de desplazamientos; bloqueos en las carreteras. Lo peligroso de viajar de Motozintla a Comitán y la necesidad de rodear por Tuxtla Gutiérrez para llegar a Tapachula en un recorrido de 6 y hasta 15 horas dependiendo del tipo de transporte. 

El clima es agradable y al anochecer, una espléndida luna asoma entre las montañas. Pasamos a la pastelería Gourmet por jun pastel de café y un capuchino especial, justo cuando ya habían cerrado. La dueña me reconoció y encendió la cafetera para no dejarnos ir con el antojo encima. Comimos y bebimos sentado en una banca del arque frente al mural de la escuela primaria Ilhuicamina. El mural describe la historia del municipio desde su origen prehispánico con sus mitos y leyendas; destaca los vuelos de Juan Sarabia y la cultura Mochó. Ya casi es la medianoche y la gente camina tranquilamente como hace tiempo no lo hacía.

El desayuno con Esdras Camacho en el Café Montesinos nos traslada al periodismo, la literatura, el cine, la comunicación y el arte en este municipio. Hablamos de la cultura Mochó y de muchas cosas que se pueden evocar cuando se respira paz y tranquilidad en cualquier lugar.

El viaje continuó hacia Belisario donde visitamos al joven Tito de 89 años, tomando su gaseosa, riendo a carcajadas junto con su joven esposa con quien celebra 10 años de unión, trabajando, ambos, de forma incansable. En Huixtla, saludamos a mi buen “hermano” Clemente mientras moríamos de calor y disfrutábamos de una buena cocina. 

Por fin, el lunes llegamos a Tapachula para cumplir con citas de trabajo postergadas por el estado de guerra que vivía Chiapas. Ahora, el panorama cambiaba. Las calles lucían tranquilas con poca gente; algunos hoteles siguen aojando a los migrantes de África, Haití, Cuba y Centroamérica y por supuesto, a una pléyade de venezolanos quienes esperan sus documentos para continuar su peregrinar hacia los Estados Unidos. Otros han decidido residir en Tapachula donde lagunas chicas han procreado hijos y ello, les da la seguridad de mantenerse en el país.

El lunes lo coronó la reunión con Carlos Lau y Daniel Zamora quien me entregó dos obsequios memorables de parte de su mamá, Aremi Espinoza, para después compartir con mi amiga Angelica y su hijo Uriel las famosas tortas y hotdogs de la Plaza “Amparo Montes” sin las amenazas del pasado reciente.

Después de siete años de ausencia, amanecí en Playa Linda a las 5 de la madrugada en plenilunio, el canto de las chicharras, el estertor del mar; la salida del Sol, la vista del Tacaná y el volcán Tlajomulco y en un ¡día de quincena! Volvimos a la vida revolcándonos entre las olas y la arena como chiquillos que jamás habían visto la inmensidad del mar; aquí en este Chiapas diferente al de ayer, en esta esperanza que brilla como una cuestión de amor.

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