Carlos Álvarez
El ingenio de Thomas de Quincey pertenece al tipo de enigmas que son motivados por la simpleza que tiene lugar en nuestras empresas más monstruosas y ociosas, y la falta de simplicidad que se le pudieran recriminar a sus ideas más extravagantes, corresponden al tipo de accidentes que el vigor más inusual que puede tener lugar en el género humano, debería catalogar como una fricción entre la razón y el gusto.
Fundamentaré un poco más mi tesis; no me parece algo desafortunado estar casi siempre obligado a creer que el entendimiento está mucho más cerca de ser algo imperfecto, y en este mismo sentido me parece injusto que la posición de la literatura sea siempre la de distar de ser algo perfecto. No me resulta desproporcionado defender una idea apoyados en la impresión que lo mismo ha favorecido a más de una persona en circunstancias similares; no creo que exista algo más devastador para nuestro porvenir que someter nuestras resoluciones a juicios que no pueden ser examinados salvo por el bien que pudieron ofrecer a razones encerradas en condiciones limitados.
El deseo de un escritor no puede tener mejor suceso salvo de ser llevado por la idea de escribir una historia, un ensayo o un poema que adolezcan de principio y carezcan de fin alguno; De Quincey es lo más cercano a esto. Todos fijamos nuestra atención en objetos del mundo exterior que impiden el empleo más adecuado de nuestras destrezas naturales; más de una ocasión he defendido conceptos que no han sido útiles en la defensa de mi integridad, y me ha resultado fácil considerar que la virtud es tan motivada por oficios inútiles, y ha sido difícil borrar de mi cabeza la sensación de que la sabiduría esté ampliamente constituida por la fortuna.
Del mismo modo que los intereses de la juventud rara vez son resolutivos, las ensoñaciones a duras penas son disfrutadas cuando son alcanzadas en un periodo en el que nuestros poderes mentales gozan de menor rigor y mayor firmeza. Ninguna de estas ideas me ha parecido algo digno de celebrar mediante alguna confesión personal, y tampoco algo relevante de señalar a través de invenciones verbales; no creo haber hallado otro escritor que, por hado, suerte o signo, pudiera defender con suma piedad todos los oficios que ningún ser tiene el gusto de ejercer, ni de vindicar con cierta gracia y muchísima elocuencia las más deshonestas esperanzas.