José Antonio Molina Farro
“En tiempos de engaño universal decir la verdad se vuelve un acto revolucionario”.
George Orwell.
Pocos de los relatos más trágicos de nuestra historia alcanzan los niveles de putrefacción, violencia, descomposición y ruindad, como hoy ocurre. Chiapas no es la excepción. El desgobierno y la irresponsabilidad política han ido demasiado lejos. Autoridades rebasadas e incapaces de velar por el orden jurídico y garantizar la seguridad. Delitos del fuero común y de orden federal. Vandalismo, robo, extorsión, cierre de carreteras, desplazamientos forzados tanto familiares como masivos, grupos armados en conflicto y un Estado débil y deslegitimado. La crisis de violencia encendió las alertas en Estados Unidos. La advertencia de viaje del Departamento de Estado nivel 2 pide a los turistas que viajan a Chiapas estar atentos a los medios locales antes de viajar: “tener mayor precaución debido a la violencia”. Los empleados del gobierno de E.U. no podrán viajar a Ciudad Hidalgo, incluyendo sus alrededores en un radio de hasta 10 kilómetros. Por su parte, operadores turísticos suspenden recorridos a la selva lacandona y otras regiones por la imposibilidad de garantizar la seguridad a las personas.
No encontrarás nunca la verdad si no estás dispuesto a aceptar aquello que no esperabas. El marco jurídico es impunemente lastimado. Hay miedo, dolor, impotencia. No se puede ocultar lo inocultable. La necedad va desde la sencilla estupidez hasta la maldad. También hay intentos sistemáticos de jibarizar la verdad, negarla o reducirla. No lo consiguen. Es una forma cínica de negar lo evidente, lo que sucede en nuestro propio suelo. Son las monsergas de un relato cotidianamente repetido. Los gobiernos no dejan de afirmar sus “logros”. ¿Y los partidos de oposición? ¿Y sus legisladores? sin el menor atisbo de críticas y propuestas. Cierto, no es de hoy, han sido décadas de sumisión y silencio lacayuno, siempre dispuestos a decir amén ante el mesías en turno. Busco excepciones, no las encuentro, no aquí y ahora.
Don Daniel Cosío Villegas, uno de los pensadores liberales más lúcidos de nuestra historia, allá por 1934 afirmaba: “El juicio sobre el Congreso no puede ser otro que el de la condenación más vehemente y absoluta. Nada ante los ojos de la opinión nacional hay tan despreciable como un diputado o senador; han llegado a ser la medida de la miseria humana. Cuan diferentes a las legislaturas del 56 al 76 del siglo XIX”. ¿Algo ha cambiado? Sí, Se institucionalizó el pluripartidismo político y el pluralismo ideológico. Hoy se pronuncian voces vehementes, valientes y notables que dignifican al Congreso Federal. Aquí en Chiapas no ocurre lo mismo, solo parte de la sociedad civil organizada en voz de la Coparmex habló fuerte y claro. Con dignidad y valentía asume el reclamo de paz y desarrollo de cientos de miles de chiapanecos. Hay también un despertar ciudadano, esplendorosamente evidenciado en la Marcha por la Democracia en la Cd. De México. En otras partes del país, incluido Chiapas y otras partes del mundo, también se dieron movilizaciones importantes.
Y es que no podemos normalizar la violencia, trivializarla, “banalizar el mal” a decir de Hanna Harendt, una de las filósofas más influyentes del siglo XX. No existen argumentos morales ni razones históricas para justificar la inacción gubernamental, combatir a los delincuentes y dejar a la sociedad en la más completa indefensión. Incluso los regímenes autoritarios por intolerantes que sean son considerados legítimos si son capaces de proporcionar seguridad a la gente, tener lo suficiente en el bolsillo y llevar el pan a la mesa familiar.
Gobernabilidad democrática. Los conflictos territoriales crecen y la violencia avanza incontenible, es el Leviatán que todo lo devora. Hay alabanzas de la población a grupos criminales, ante la incapacidad y ausencia de gobierno para restablecer la paz. En el recetario de la ciencia política más básica hay tres requisitos para una gobernabilidad democrática: Estado de derecho, rendición de cuentas de quienes ejercen el poder y, sobre todo, un Estado fuerte y legítimo. Ya lo decían los tratadistas del pacto social, los hombres son violentos por naturaleza; para no desaparecer ceden parte de su soberanía personal a un poder superior con la obligación de proteger cuatro derechos fundamentales: el derecho a la vida, a la seguridad, a la libertad y a la propiedad. Si un Estado, cualquier Estado, incumple con una o más de estas obligaciones, pierde su razón de ser y de existir. Una vez que el monopolio de la violencia legítima durante largo tiempo reclamado por el Estado, le es arrebatado de las manos, las distinciones entre orden, legalidad, represión y crimen se esfuman. La capacidad del Estado de ayudar a los colectivos más débiles va menguando, y para los ciudadanos los valores políticos y la consciencia cívica importará menos, priorizando su seguridad personal. ¿Es acaso el retroceso al más rancio autoritarismo? El despotismo, a decir de Toqueville ,“es más de temer en tiempos democráticos” ya que se nutre de la obsesión por uno mismo y un falso sentido de igualdad que fomenta. Para Tucídides, la seguridad y la vida satisfactoria que los atenienses disfrutaban bajo Pericles no les dejaban ver las fuerzas oscuras de la naturaleza humana. James Madison se lamentaba: “Si cada ciudadano ateniense hubiera sido un Sócrates, cada asamblea ateniense habría sido una turba”. Era la cruda filosofía de Thomas Hobbes, que situaba la seguridad por delante de la libertad en un sistema de despotismo ilustrado. Y es que la democracia, traducida en elecciones libres, en muchos países ha desembocado en anarquía y tiranías brutales. Si una sociedad no goza de buena salud y de una cultura política de alta intensidad, la democracia puede ser no solo peligrosa sino incluso catastrófica. Ya lo vivimos. La lección que hay que extraer es que la democracia se consolida y se institucionaliza como culminación de otros logros sociales y económicos, con empleos decentes, salarios dignos y mecanismos de ascenso social que permitan a las personas subir en la escalera social.
El historiador Moses Finley nos dice que aquello que en realidad separaba a los gobernantes de los gobernados en el mundo antiguo era la alfabetización: las masas analfabetas estaban sujetas a la interpretación de documentos por parte de la elite. Así aparecieron los grandes abismos entre gobernantes y gobernados. Y esa, para la entidad educativamente más atrasada del país, es nuestra gran batalla por el futuro: la educación de excelencia.