Sr. López
Le comenté hace años, que tal vez de sus lecturas juveniles recordaría que Alfonso Daudet escribió “Las Prodigiosas Aventuras de Tartarín de Tarascón”, personaje jactancioso, mentiroso, enérgico, iluso, un poco tonto, empeñado en decir que había vivido grandes lances y cuya fama en su pueblo, Tarascón, descansaba en la seguridad con que mentía. Una que sí fue cierta fue la caza del león en África, sucesión de tropiezos cómicos, hasta que en Argelia, mató a un felino tuerto que exhibía un mendigo por las calles; casi fue a dar a la cárcel por el chistecito, pero cuando a fin de cuentas la piel del león llegó a Tarascón, don Tartarín quedó con fama de gran montero. Y así, muchas aventuras más, todas ridículas.
Transformar según el diccionario, es cambiar de forma a alguien o algo, transmutar algo en otra cosa.
Cuando el Presidente de nuestro país habla de transformar a México, no parece referirse a cambiarle la forma al país, pues es imposible alterar los mapas de México en todo el mundo; así que por descarte, supongamos que se refiere a transmutar el país en otra cosa… y ahí tuerce la puerca el rabo porque ya en pleno cuarto año de gobierno, no se ha tomado la molestia de decirnos en qué cosa quiere convertir al país; aunque sí ha dicho generalidades como “(…) vamos adelante porque se va a lograr el cambio sin violencia, de manera pacífica; las tres transformaciones que ha habido se tuvieron que hacer por la vía armada, pero ahora se están presentando las circunstancias para que logremos el cambio sin violencia, de manera pacífica y va a ser un cambio muy profundo”, está bien, pero… ¿para ser qué?
Cómo está México lo sabemos todos (más o menos, no es cosa de ponerse optimistas); o sea: ya sabemos qué quiere transformar. Qué quiere conseguir está por saberse.
No cuenta como transformación patria su lucha contra la corrupción (ese que se rio, ¡se me sale!), asunto que han emprendido otros, como De la Madrid quien hace 40 años, en 1982, en su campaña presidencial proponía la “renovación moral de la sociedad”, como condición para superar los retos nacionales de entonces; y menos cuenta si consideramos que la propuesta del actual Presidente iniciaba con la emisión de una “Constitución moral”, que quedó en “cartilla moral”, pésimo refrito declarado de la que escribió en 1944 Alfonso Reyes a solicitud de Jaime Torres Bodet, entonces secretario de Educación Pública (no compare con Leticia Ramírez ni Delfina Gómez, las comparaciones son odiosas).
Lo de pésimo refrito es porque la de don Alfonso incluye filosofía, teoría literaria, letras novohispanas, literatura y cultura griegas, ensayos sobre escritores mexicanos, ingleses, españoles, cocina (y otras cosas más); lejos, muy lejos quedó la de ahora, que según afirmó el presidente López Obrador sería distribuida a ocho millones de viejos para que educaran a sus hijos y nietos (él dijo ‘adultos mayores’ como hoy se les dice, sin darse cuenta que con todo y muchos años, algunos siguen siendo menores y hasta muy menores, que hacerse viejo da reumas y no enriquece el intelecto); ya lo harán, Roma no se hizo en un día, no coma ansias. Y por cierto, lo dijo en Jilotepec, Estado de México, el 9 de mayo de 2018, en el mismo evento en que se comprometió a continuar las obras del aeropuerto en Texcoco, concesionado a inversionistas privados, aunque luego, ya ve, el
pueblo bueno decidió que no, que se cancelara aunque se perdieran carretadas de dinero.
Y solo por ahorrarse este tecladista la rechifla, ni le menciono que otro que se propuso acabar con la corrupción fue Enrique Peña Nieto (¡contrólese!, que no está uno para aguantar mentadas de madre), quien el 14 de noviembre de 2012, siendo apenas Presidente electo, mandó al Senado una iniciativa para crear una comisión especializada en el combate a la corrupción, que tuviera las mejores prácticas de acuerdo a normas internacionales, y que promoviera la ética y la honestidad, con sus respectivas comisiones en todas las entidades del país y facultando al Congreso para formar un consejo nacional de ética pública con representantes de la sociedad civil y todos los niveles de gobierno. Bueno, la intención la tenía, pero ya ve…
De regreso a nuestro sexenio “terribilis”, tampoco cuenta como transformación nacional el acoso a los cuadros de alto nivel del gobierno federal, prescindiendo de su experiencia y habilidades técnicas; cuantimenos la embestida contra los órganos autónomos, las universidades, los centros de estudios avanzados, la clase media, las mamás de los niños con cáncer y la prensa. Destruir no es transformar.
Tal vez la transformación que se propone el actual Presidente, es meter al aro a toda la burocracia nacional, lo que sería de agradecer, solo que todo apunta a que está recurriendo a las fuerzas armadas para conseguir eficiencia (no agregue eficacia, son la misma cosa, esa distinción la hacen técnicos en administración que del idioma saben poco… o nada), confundiendo eficacia con la obediencia a rajatabla de los militares que es casi como la que más le gusta a él: obediencia ciega, que por eso es tan determinante en sus decisiones así sean impracticables o francos dispendios, que están llevando las finanzas nacionales a un callejón sin salida porque a fin del sexenio o principios del siguiente, México va a sufrir una crisis económica de pronóstico reservado.
Y el ansia en ganar cueste lo que cueste las elecciones de 2024 es por buenas razones: si las perdiera, iba a tener que responder a una catarata de reclamos o denuncias por su rara estrategia contra el crimen que lo ha fortalecido, el desperdicio del erario, la corrupción de los suyos, la negligencia criminal en la pandemia y la destrucción del sistema nacional de salud, para no seguir con la lista de las tragedias que ha provocado.
Así va este gobierno como repuesta en escena de don Tartarín de Tarascón, nomás que el de la novela a nadie dañaba, y este Presidente en vez de transformación del país lo lleva a la desolación.