Sr. López
Contaba la abuela Elena de un tío suyo, Héctor, tipo normal tirando a bueno, que administró su flaca herencia lo suficientemente bien como para -aunque comiendo poco-, nunca trabajar, dedicando su dilatado tiempo libre al cultivo de las letras, con tanto gusto y afición que en Autlán se le tenía por gloria local y sabio, pues por indiscreciones de la Oficina de Correos, era sabido que se carteaba con Urbina, Nervo, Díaz Mirón y José Rubén Romero, el de “La vida inútil de Pito Pérez”. Plácido en su modesto vivir, pasó de maduro a cincuentón y no se le conocía debilidad ninguna, aparte de irregulares amores con una tal Aldonza, de oficio lavandera que sólo en lo cervantino del nombre tenía cercanía con la lírica.
Así las cosas, una vez un Gobernador de los de entonces, visitó el pueblo y sabedor de la fama del tío, lo quiso nombrar Alcalde para que hiciera todos los cambios que hicieran falta para el bien de la región, pero el tío dijo que no y por varias razones, la más destacada porque su especialidad era no hacer nada, y otra no menor, porque el origen de tanto mal ahí y en el estado, era ese afán de los gobernantes de querer cambiarlo todo y que él para desprestigiarse, no necesitaba ser otro mal Alcalde pues le bastaba su vicio de estar acostado. Llevaba razón.
En México ha sido constante el proponer cambios como solución a problemas de mucho tiempo que parecen siempre ser los mismos; y así nos hemos vuelto un pueblo de escépticos que no confía en lo que se promete ni supone sea verdad lo que se anuncia.
En su momento, se nos dijo que nuestros males venían del virreinato, que independientes seríamos felices; hubo guerra, independencia y los males continuaron. También se predicó que si fuéramos imperio el país tendría orden y concierto, progreso y paz; fuimos imperio y tuvimos otra guerra.
Llegaron después los que pregonaron que debíamos ser república, unos la querían centralista, otros, federal; otra guerra y quedamos con la dictadura de don Porfirio, hasta que otra vez tuvimos guerra y se instaló un gobierno central, más autoritario que demócrata, al que no hay que regatearle 40 años de desarrollo, el ‘milagro mexicano’, como lo calificaron desde el extranjero, insultándonos al usar el término ‘milagro’, que es milagro lo inexplicable por las leyes naturales y se atribuye a intervención sobrenatural de origen divino o a lo que sea, excepto mérito del esfuerzo nacional.
Se nos han dicho otras cosas como que el ejido era la solución del campo y fin de injusticias sin cuento; se repartió la tierra y el campesino siguió en su pobreza, hoy miseria; luego se nos dijo que no, que había que acabar con el ejido paternalista, y se hizo una contrarreforma, que enconó la penuria y se hizo éxodo.
También se nos planteó que el país se desarrollaría a puertas cerradas: cero importaciones para asegurar un desarrollo industrial propio. Resultó que no, que eso era garantía de atraso y que era inaplazable abrir el país, abrirlo a todo; se firmaron tratados; la industria nacional sigue anémica y nuestro principal producto son los pobres y emigrantes por millones.
Con lo del petróleo tenemos una de las estampas más nítidas de los extravíos laberínticos de nuestros gobernantes. Durante el virreinato todo lo que estuviera bajo tierra era del país y nada más (como define el Derecho Romano); luego, el gobierno dio permisos y los particulares sacaban lo que querían; después ya no, el petróleo sólo lo explotaríamos los mexicanos: el país iba a pavimentarse con lingotes de plata, nuestro problema sería administrar la abundancia… hasta que se nos hizo saber que Pemex estaba (como está), quebrado y endeudado (raro caso: tener una mina de oro y perder), así que, otra vez, puertas abiertas y que los empresarios se encargaran, que ellos sí saben y el país ahora sí iba ganar dinero a puños (más raro caso: creer que rentando la mina de oro se gana más). Y ahora vemos impertérritos los cómicos esfuerzos de este gobierno por regresar al cardenismo de 1938 con las reglas del T-MEC.
La transformación nacional en curso no es sino la continuación del inútil propósito del cambio perpetuo a que son tan aficionados nuestros gobernantes, con algunas excepciones como en todo, aunque no suficientes para no ser vistos como ratones, siempre activos, improductivos y algo tontos.
El actual Presidente es diferente a todos los anteriores por su constante y descuidado hablar que le acarrea la animadversión de muchos y preocupa a otros que lo suponen capaz de intentar poner en práctica los desvaríos que parecen resultar de las indigeridas enseñanzas de sus mentores políticos y acabar como aquél que del poco dormir y del mucho leer, se le secó el cerebro de manera que vino a perder el juicio.
Por eso o por lo que sea, hoy es un Presidente acorralado. Su recurrir para todo a las fuerzas armadas lo ha hecho su rehén; su trato respetuoso a mafiosos los empoderó y le han ocupado más plazas y regiones de las que nunca controlaron; el gobierno de los EUA lo observa con desconfianza, los empresarios también, los capitales se ponen a buen resguardo. El Presidente muestra sin darse cuenta su debilidad al pactar con el leproso político, Alito, que no con el PRI. La implosión de Morena y su gabinete evidencia el profundo desacuerdo con su autoritarismo de algunos, antes sus incondicionales.
El jueves pasado supimos de otras piezas que ocupan dos casillas más del ajedrez político nacional en el que él es el Rey: el robo masivo de información de la Sedena y el anuncio de la pronta puesta en venta de un libro escrito por quien fue esposa 18 años del más cercano de sus colaboradores, César Yáñez, hoy subsecretario en Gobernación, libro del que la autora dice es “una historia llena de traiciones políticas, ambiciones personales, infidelidades, abusos laborales, corrupción y autoritarismo”. Esto ahora… faltan dos años más y luego los muchos que se le desean de expresidencia.
Se diga lo que se diga, es jaque… y sí, hay mate con alfiles.