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Carlos Román García

Para Erick, mi nieto,
para el doctor Renato de la Mora

El Conde de la Guerrero llamaba el doctor Renato de la Mora a don Antonio del Valle, impresor que tenía su pequeño negocio en las calles de Camelia y Zarco, en la Colonia cuyo nombre atribuía a su feudo imaginario. Hice más de una vez la ruta desde República del Salvador y Cinco de Febrero hasta ahí, a veces empujando un diablo hasta el tope de papel recién cortado. Merced a una habilidad extraordinaria para la negociación y el trueque, el doctor obtenía resmas de papel revolución que llevaba yo, no sin dificultad, a cortar gratuitamente en pliegos tamaño tabloide a la papelería Luis Méndez y Jiménez, también en República del Salvador, entre Isabel la Católica y Bolívar, frente al oratorio de San Felipe Neri, templo barroco que, con su hermosa fachada cubierta por planchas de concreto aparente, albergó a mediados del siglo XX al teatro Arbeu. En la época de mi relato, la hermosa arcada perpendicular al edificio que ahora ocupa la Biblioteca Lerdo de Tejada, estaba ocupada por un taller mecánico. El viaje a pie transcurría de sur a norte y de oriente a poniente, serpenteando por Isabel la Católica, que se volvía República de Chile; Bolívar, que mutaba en Allende, o por San Juan de Letrán, que cambiaba de nombre a Juan Ruiz de Alarcón, Aquiles Serdán, Gabriel Leyva y Santa María la Redonda, nombre tomado de la parroquia de la otrora Santa María Cuepopan, uno de los cuatro campan o barrios indígenas que rodeaban la ciudad de los conquistadores, en cuyo interior sólo vivían españoles, criollos y su servidumbre negra o mulata, situado al noroeste. Los otros tres barrios eran San Sebastián Atzacoalco, al noreste; San Pablo Zoquipan, al Sureste, y San Juan Moyotlán, al suroeste. En la esquina de Santa María la Redonda y Degollado estaba La Reforma del Pato, cantina en donde hacían San Lunes los chalanes del Conde. Esa fue la razón por la cual no podía don Antonio bajar a las planas formadas en tipos móviles, doblemente invertidas, las correcciones anotadas en las pruebas de galera de Libre expresión, el periódico de cuatro páginas, con su cabezal de buena tipografía, que editaba el doctor De la Mora, quien hacía la redacción completa, el diseño –dictado al Conde–, la publicidad y la distribución. A cambio de saciar su instinto periodístico, el otorrinolaringólogo y oftalmólogo, quien también tenía una revista media carta llamada Panorama médico, obtenía intercambios con restaurantes como el Suntory, que le daba una comida por anuncio, o Aeroméxico, que por un tercio de medias planas le daba un boleto redondo. ¿Tienes buena ortografía?, me preguntó por entonces el doctor; sí, le respondí, y me enseñó a marcar los errores en las galeras con los signos del oficio para indicar un acento faltante, bajar mayúsculas o subir minúsculas, o el dele para suprimir letras, palabras o párrafos. En Libre expresión apareció mi primer texto publicado, que ha quedado piadosamente en el olvido. Por eso le pregunté aquel día a don Toño si podía hacer yo las correcciones. Mientras encendía el siguiente Del Prado me dijo, pos si quieres, y con impaciencia, pues lo distraía del beisbol transmitido por la radio, me fue diciendo cómo. Ayudado por los ojos de miope que me permiten ver mejor de cerca que quienes no tienen ese vicio de refracción, aprendí a manejar las pinzas para sustituir un tipo por otro. Nunca fui buen corrector, pues tras de 45 años de experiencia, todavía se me escapan alguna erratas. A escribir voy aprendiendo. Conocí la formación de planas en mesas de luz, con columnas impresas en Linotipo pegadas a pliegos con cemento Iris. Rudimentariamente uso los programas de texto y diseño de las computadoras y he hecho decenas de libros y otros impresos –ahora también publicaciones en línea– desde la pantalla, sin papel de por medio. Que yo sepa no hay escuelas para adquirir estos saberes específicos y atribuirles con títulos la condición de capital cultural simbólico que tienen otras profesiones, por eso he podido vivir de la edición, aunque carezco de blasones académicos y he compartido sus laboriosas tareas con el propio doctor Renato, mi mentor, y con José Martínez Torres, Antonio Durán, Noé Gutiérrez, Rubén López Roblero, Florentino Pérez, Marisela Betanzos, Ana Paula Román, Alfredo Herrera, Agustín Azuela, Juan Manuel Herrera, Enrique Alfaro, Raúl Fernández Violante, Rodrigo González, Jorge Ruiz Dueñas, Martín Sánchez, Antonio Gamboa, María Ramos, Roberto Ramos y Juan Alberto Ruiz, entre otros picados por las letras.

Ladera del Cañón del Sumidero
7 de enero de 2022

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