Jorge Mandujano
Se llama Rafael Álvarez Rincón. O El Bigotes o El Texano, como usted le quiera llamar, porque “a mí no me da coraje que me digan como quieran”, advierte en confianza.
Don Rafita, como lo conoce la mayoría de dolientes que echan mano de su trabajo, “anda en los 71 años”. De ellos, 45 trabajó como enterrador en el Panteón Municipal de Tuxtla Gutiérrez.
Ahora está sentado en una banca, aquí mismo, en el viejo sitio donde dejó sus mejores años, no sólo enterrando sino consolando a miles de “hermanos y hermanas que vinieron hasta aquí a enterrar a sus muertos”.
Recuerda: “Cuando yo empecé, no entraban carrozas al panteón. Mi compañero y yo nos echábamos al lomo al difunto o a la difunta.Sólo entraban carretas a dejar las tapas de piedra para los tanques delas tumbas”.
Le preguntamos si conoció a El Patashete, un personaje del pueblo que se dedicaba a llevar hasta el panteón los cuerpos de gente muy pobre, cuyas familias no tenían ni siquiera para comprar un ataúd, mucho menos para contratar los servicios de una carroza.
“El Patashete fue mi hermano y, después de ser quien fue, terminé enterrándolo. Pasó por mis manos, pues. Él entraba al panteón con los difuntos al hombro y me los llevaba hasta donde había yo cavado la tumba, para que hiciera lo demás. Pero cuando los dolientes no tenían ni siquiera para el ataúd, nos dejaban a sus muertitos ahí, en la entrada de la Novena Sur, y ya nosotros nos encargábamos de echarlos a la fosa común”.
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Le decían El Patashete. Era un señor delgado, de mediana estatura y con una mirada triste, perdida en el horizonte. Vestía un viejo saco de casimir que algún día estuvo limpio. Portaba un sombrero de paja que no alcanzaba a cubrirlo lo suficiente como para evitar la piel tostada de su rostro. Vivía de enterrar a los muertos. Pero su trabajo no era nada formal, más bien inverosímil: desde las 7 de la mañana esperaba recargado en el frontispicio del Hospital Regional de Tuxtla Gutiérrez, la capital de Chiapas, a que lo llamaran con una mínima señal para indicarle que el cadáver ya está listo.
Era entonces que él comenzaba a arrastrar el tablón de madera ancho y un amasijo de mecate; luego se dirigía hacia el fondo del hospital, donde aguardaba el difunto para ser amarrado a su trozo de madera y luego echárselo sobre la espalda para “transportarlo” al Panteón Municipal.
Antes, si le tocaba al mediodía cargar con un muertito, y ya era “la hora del amigo”, se detenía a media cuadra del hospital, calle abajo, donde se hallaba La Cantina de Guty Cárdenas, un viejo bar que atendía a los parroquianos del barrio. Allí, recargaba sobre la pared, a un lado de la puerta de entrada, al muerto, y se aseguraba que la tabla donde iba amarrado no se ladeara y pudiera ocurrir un funesto accidente.
Terminaba su segunda cerveza y, si el sol no estaba lo suficientemente encendido, pagaba su cuenta y salía a la calle, donde lo esperaba el difunto en turno. Se acomodaba el mecapal sobre la espalda, jalaba hacia él el pesado tablón, se lo acomodaba y comenzaba a caminar sin inmutarse rumbo al panteón, donde lo esperaba su amigo Rafita, el enterrador más viejo de Chiapas, para dar cristiana sepultura a ese desconocido o desconocida con quien había atravesado la ciudad desde muy temprano de la tarde.
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Pero, ¿usted vivía aquí, aquí dormía?, pregunto a Don Rafita.
“Ay, papá. Aquí he dejado todos mis años, mi juventud, mi vida, pues. Ahora, no faltan hermanos que me preguntan si le tengo miedo a la muerte. Cómo le voy a tener miedo, les contesto. Si he vivido con ella toda la vida. Si sé que a mí también me va a tocar.
“Le voy a contar algo —me dice. Fíjese usté que, hace muchos años, mi mamá, mis hermanos y yo vivíamos en un cuartito que rentábamos. Yo dormía en el corredor, y había una puerta de cañamaíz que daba a la calle. Ese día había yo enterrado a ‘una hermana’ aquí. En el momento de bajar la caja, se desprendió el paredón y los trozos de piedra y cemento cayeron sobre su ataúd. Un ataúd muy bonito. La mayor parte de cristal. Y en los bordes estaba bien acabado con madera fina. Total que los pedazos de piedra cayeron sobre la parte de cristal y provocó que ´la hermana’ quedara al descubierto.
“Por eso, en la noche y mientras trataba yo de conciliar el sueño, ya en mi cuartito, lo veo que va entrando por la puerta de cañamaíz. Nomás la empujó y luego luego llegó hasta donde estaba yo acostado. Pues que se me monta y me agarra del pescuezo. Me estaba ahorcando. Y así fue que salió mi mamá y mis hermanos a ver qué me estaba pasando. No les platiqué nada. Al otro día me vine al panteón y les dije a mis compañeros que teníamos que reparar la tumba de ´la hermana´, porque se había enojado y ya andaba penando…”.
Don Rafa es el tercero de cinco hermanos. Asegura que su madre murió a los 110 años, “y trabajando, como una muchacha de 15”, añade. Sólo viven él y sus dos hermanos: una mujer y un hombre.Su hermana es quien ahora le da posada y le cobra una mensualidad. Aunque allí —comenta—, sólo llega a dormir. Porque sigue estando en el panteón desde que amanece y hasta que se mete el sol.
“Yo soy gente de antes, continúa. Cuando yo empecé a trabajar aquí, ganaba yo 40 centavos. Todo se lo daba a mi mamacita. Luego ella me daba 5 o 10 centavos para que yo comprara lo que quisiera. Porque entonces, todas las cosas eran muy baratas. Unas buenasfrutas te costaban 5 centavos. Por eso ahora les digo a mis compañeros sepultureros: ′A mí no me engañan. Yo ya viví, y sé cómo duele el dolor′.
“Antes, los tanques de las tumbas tenían dos metros y medio de profundidad. Y había que meter en vilo al difunto. Ahora todo es más fácil. No tienen que hacer el esfuerzo que yo hacía”.
¿Quién les paga a los sepultureros, el Municipio?
“Ah, malhaya, papá. A nosotros no nos paga nadie de ellos. Antes, había un encargado de los entierros que nos coordinaba a todos los sepultureros. Él le cobraba a la funeraria o a los familiares de los difuntos, y luego nos daba una paguita. Pero él se quedaba siemprecon la mayor parte”.
Platica que no sólo se dedicaba a enterrar a las y los difuntos sino que también a desenterrarlos. Recuerda que, además de desenterrar huesitos de hermanos que ya tenían sus buenos años de estar enterrados, le ha tocado mover de lugar a difuntos que tienen apenas 40 días de haber sido enterrados.
—¿Se imagina usted cómo está uno cuando lleva 40 días de enterrado?, me pregunta.
—No quiero imaginármelo —respondo.
Con la paciencia que le han conferido los años, ahora don Rafita se dedica a limpiar tumbas. Evita que el monte las invada. Limpia cuidadosamente los floreros, endereza las cruces, para luegosentarse a conversar un rato con el o los difuntos allí enterrados. Por eso, los dolientes le pagan una mínima mensualidad que le da para sobrevivir.
¿Hasta qué hora está usted aquí, don Rafita?, le pregunto.
—Hasta que cierran, responde.
¿No se le antoja quedarse a dormir?, vuelvo a inquirir.
—No, para nada —contesta.
¿No será por miedo? —insinúo, en la total provocación.