Alejandro Flores Cancino
Hubo un tiempo en que Molotov encarnaba la rabia colectiva. Su música fue la válvula de escape de una generación harta del cinismo político y del doble discurso. “Gimme tha Power” no solo fue un himno: fue un diagnóstico social. Molotov era el espejo sucio, pero honesto de un país que se resistía a callar.
Hoy, ese mismo grupo es acusado de “vendido” y “conservador” por atreverse a cuestionar al gobierno en turno. La ironía es brutal: quienes ayer coreaban sus letras contra el poder, hoy los linchan por ejercer el mismo derecho que defendieron durante tres décadas.
El poder ha aprendido a revertir las narrativas. Ya no necesita censurar: basta con etiquetar. Si criticas, eres “de derecha”. Si exiges transparencia, “sirves a la oposición”. Si no aplaudes, “eres enemigo del pueblo”.
En México, el discurso oficial ha logrado algo más peligroso que el control mediático: el control del relato moral. Bajo la bandera del “pueblo bueno”, se ha instaurado una lógica en la que solo existe el fiel y el traidor. El pensamiento crítico se diluye en una marea de consignas y hashtags. Y así, el poder vuelve a lo que mejor sabe hacer: disfrazarse de víctima para seguir siendo verdugo.
Molotov no cambió. Cambió el contexto. Cambió la piel del poder. Lo que antes era rebeldía hoy se etiqueta como traición. Pero la esencia de la crítica sigue siendo la misma: no hay lado correcto desde el silencio.
En una época en la que el gobierno se asume como única voz legítima del pueblo, recordar que la disidencia también es patriotismo se vuelve urgente. Porque si hasta Molotov puede ser acusado de “enemigo del pueblo”, ¿qué queda para el resto? Porque somos más, jalamos más parejo ¿Por qué estar siguiendo a una bola de …?